INTRODUCCIÓN
LO QUE NO ES SAGRADO
Antes de comenzar a desarrollar a lo largo de los próximos capítulos la apasionante historia de uno de los mayores y más desconocidos centros de poder del mundo, existen algunas cuestiones que
sería necesario aclarar para, en la medida de lo posible, evitar
malentendidos. Ante todo quisiera explicar el título de este libro. Me he permitido la licencia de utilizar el término «biografía», ya que, aunque éste se debería aplicar exclusivamente a las
personas, la «biografía no autorizada» se ha convertido en un género
literario que en las últimas décadas ha ido adquiriendo entidad
propia.
Cuando el lector encuentra en la cubierta de un libro las palabras
biografía no autorizada sabe que puede estar seguro de que la obra
en cuestión habrá causado el disgusto del biografiado por recoger
en sus páginas todos los hechos polémicos, escandalosos o poco
decorosos que el protagonista hubiese preferido que nunca jamás
apareciesen en unas memorias. Así pues, partiendo de esta premisa,
esta «biografía» del Vaticano es, sin duda, «no autorizada».
Sin embargo, y a pesar de la cualidad de «no autorizado» de nuestro
relato, hay una consideración que estimo necesario hacer. Éste no es un libro anticatólico, y mucho menos antirreligioso. En sus páginas no leerá temas que afecten a la doctrina de la fe
cristiana en general ni de la católica en particular, más allá de
algunas explicaciones que se han considerado necesarias para arrojar
luz sobre determinadas cuestiones que de otra manera no hubieran
quedado suficientemente aclaradas.
Se suele decir que en el Vaticano todo lo que no es sagrado es
secreto. Pues bien, vamos a dejar a un lado lo sagrado y nos centraremos en lo secreto, en concreto en los aspectos menos conocidos de la política, la diplomacia y, sobre todo, la economía del
Vaticano, un Estado soberano que, como todas las naciones que en el
mundo han sido, ha debido en múltiples ocasiones perder de vista la
estricta observancia de la moralidad para asegurar su propia
supervivencia y prosperidad. En este sentido, me atrevería a decir
que se podría haber escrito un libro similar casi sobre cualquier
otra nación del mundo.
Nadie debería sentirse ofendido ni atacado en lo tocante a sus
creencias, pues el objetivo de este trabajo son cuestiones completamente alejadas de lo espiritual. No es que tenga excesiva fe en
que estas palabras sirvan para aplacar a los detractores que de
seguro tendrá la presente obra, y que se empeñarán en sentirse
agraviados por lo que tan sólo es una recopilación de hechos fruto
del estudio de una extensa bibliografía. A ellos no me queda otra
cosa que recordarles las Sagradas Escrituras: «¡Y ahora resulta
que por decirles la verdad me he vuelto su enemigo!».1
1. Calatas 4:16.
Éste es un libro que cuenta lo que sucede tras los muros de la
capital del catolicismo: las luchas por el poder, las intrigas
políticas internas y externas, las maniobras económicas de altos
vuelos... Es precisamente en este terreno donde haremos especial
hincapié, pues llama poderosamente la atención que, a excepción
del descubrimiento en 2002 de la magnitud que habían alcanzado los
casos de abuso de menores en el seno de la Iglesia, la práctica
totalidad de los escándalos que han salpicado a la Santa Sede a lo
largo del siglo xx están marcados, en mayor o menor medida, por lo
económico. Uno llega incluso a preguntarse cómo es posible que una
sola institución haya estado envuelta en tantas actividades
económicas fraudulentas. Algunas posibles respuestas a esta cuestión
se encuentran en las siguientes páginas. La causa fundamental de
ello es la tradicional falta de transparencia de la Santa Sede y de
sus instituciones económicas. Gran cantidad de ejemplos históricos
nos indican que cuanto mayor es el grado de secreto de una
organización tanto más fácil es que la corrupción anide en su seno
sin que sea advertida ni siquiera por muchos de sus integrantes.
Aparte de esto, el dinero y la religión hacen muy malas migas. La
opulencia vaticana ha servido para atraer a personajes no precisamente santos, que, unas veces sorprendiendo la buena fe de los
administradores de la Santa Sede, y otras con la complicidad de
éstos, han llevado a la institución a situaciones sumamente
embarazosas. Otras veces las amistades peligrosas se aproximaban
no tanto al calor del dinero como de la afinidad ideológica. Durante
casi todo el siglo xx, el gran enemigo de la Iglesia católica fue
el comunismo, y era lógico que aquellos que compartían esa enemistad
miraran hacia Roma en busca de una alianza. Lo malo es que entre
estos «enemigos de mis enemigos» había compañeros de viaje tan
poco recomendables para proyectar una imagen de santidad como la
nómina al completo de los dictadores fascistas de Europa y América
del Sur, los servicios de inteligencia de diversas naciones o la
Democracia Cristiana italiana, antaño fuertemente vinculada con la
mafia.
Si a todo lo anterior le sumamos los eternos rumores que han ido
naciendo al abrigo de la opacidad vaticana, como los referentes a
la infiltración masónica en la Santa Sede, los de juego sucio
en algunos cónclaves o el misterio que aún envuelve la prematura
muerte de Juan Pablo I o el atentado contra Juan Pablo II, ya tenemos ingredientes más que suficientes para una «biografía no
autorizada».
Por último, el lector se dará cuenta de que en esta obra nos
centramos más en el cómo que en el porqué de la historia que
narramos. Ello se debe a que, sin sacrificar en modo alguno el
rigor, sí hemos querido priorizar la amenidad del relato. Por esta
misma razón todos los asuntos económicos que se tratan en el libro
han sido simplificados en aras de la comprensión, ya que algunas de
las tramas financieras a las que nos referiremos presentan una
complejidad al alcance de un grupo muy reducido de iniciados. No
obstante, el lector que quiera profundizar con más detalle en alguno
de los temas que aquí se tratan encontrará una amplia bibliografía
que espero le sea de tanta ayuda como a mí.
Córdoba, 24 de junio de 2005
Regresar al Indice
PACTANDO CON EL DIABLO. MUSSOLINI Y PÍO XI
El, Estado Vaticano, tal como lo conocemos hoy, nace con la firma
del Tratado de Letrán el 11 de febrero de 1929, pero para llegar
hasta ahí el trono de San Pedro tuvo que atravesar un prolongado
período de decadencia a lo largo de 59 años que a punto estuvo de
comprometer su existencia. La salida de aquella situación vendría de
la mano de Pío XI, que no dudó a la hora de pactar con el mismo
diablo, encamado en la figura de Benito Mussolini, para salvar a la
Santa Sede de la ruina.
A comienzos de 1929, poco imaginaba el mundo la tremenda crisis
económica a la que tendría que hacer frente apenas unos meses más
tarde. Sin embargo, la miseria ya llevaba tiempo instalada entre
los, sólo aparentemente, opulentos muros del Vaticano. Hacía tiempo
que los números rojos habían impuesto su dictadura en las arcas
vaticanas. La quiebra en 1923 del Banco de Roma, donde se
gestionaban todas las cuentas de la Santa Sede, supuso un serio
quebranto para las finanzas pontificias, a pesar de que la
institución fue salvada en última instancia por Mussolini que aportó 1.750 millones de liras. Esta aportación fue un
primer
acercamiento entre la Santa Sede y los fascistas, lo que dejó
prácticamente indefenso al Partido Católico, única fuerza
democrática con suficiente implantación como para plantarle cara a
los seguidores del Duce (título equivalente al de caudillo en
español). De hecho, a raíz de esta intervención, las jerarquías
prohibieron que los clérigos militasen en este partido, lo que según diversos analistas allanó de forma notable el ascenso al poder
de Mussolini.
Pero el balón de oxígeno que supuso el reflote del Banco de Roma no
había sido suficiente. El palacio de Letrán necesitaba urgentes
reformas y el personal de la Santa Sede había sido reducido a su
mínima expresión para minimizar los gastos lo máximo posible. Nunca
la Iglesia había estado tan cerca del ideal de pobreza de los
primeros cristianos. Las causas de este estado eran múltiples, y
entre ellas cabe destacar no sólo la mala suerte financiera, sino
el catastrófico efecto que para las cuentas papales había tenido el
proceso de reunificación de Italia, que tuvo lugar en el siglo xix.
Este hecho histórico privó, además, al Vaticano de muchos de sus
recursos económicos, en especial grandes extensiones de terreno
—los Estados Pontificios que ocupaban buena parte de la Italia
central— que habían proporcionado a la Santa Sede unas saneadas
rentas.
Incluso el pontífice había tenido que soportar la humillación de ser
«invitado a abandonar» el palacio del Quirinal, en el centro
histórico de Roma, que fue ocupado por la familia real y el
presidente. A partir de entonces se sucedieron varios intentos
infructuosos de alcanzar un acuerdo. En 1871 el gobierno italiano
garantizó al papa Pío IX, por medio de la llamada Ley de Garantías,
que tanto él como sus sucesores podrían disponer del Vaticano y del
palacio de Letrán. También se les indemnizaría con 3.250.000 liras
anuales como compensación por la pérdida de los Estados
Pontificios. Los representantes de la Iglesia
se negaron en redondo a aceptar estas condiciones. Para ellos la
cuestión de la soberanía era fundamental, ya que, según su parecer,
era imprescindible para el cumplimiento de su misión espiritual que
la sede de la Iglesia se mantuviera independiente de cualquier poder
político.
Así pues, a partir de ese momento los papas pasaron a considerarse
a sí mismos como «prisioneros» dentro del Vaticano.
SEÑORES DEL CIELO Y LA TIERRA
Para entender hasta qué punto debieron de sentirse agraviados ante
esta situación, y cómo se llegó a este punto, baste hacer un somero
repaso de la historia de la Santa Sede y de algunos de los papas más
importantes.
Desde la promulgación del Edicto de Milán por Constantino en 312
hasta la reforma protestante de 1517, los papas habían sido el poder
hegemónico en Europa. El papa, como vicario de Cristo en la Tierra,
tiene un poder ilimitado. Reyes y emperadores debían arrodillarse
ante él. El IV Concilio de Letrán, en 1215, estableció que el obispo
de Roma tenía autoridad no sólo en temas espirituales o
pastorales, sino también en asuntos materiales y políticos.1 El
poder del papa radicaba en su calidad de estadista
y de vigilante del equilibrio entre los distintos estados. El papa,
como los jefes de Estado, disponía de ejércitos y de territorios
para enfrentar eventuales amenazas que se pudieran presentar.
1.
«El señor concedió a Pedro», estableció el papa Inocencio III,
«no sólo el gobierno de la Iglesia, sino del mundo. Ahora podéis
ver quién es el servidor que es puesto sobre la familia del Señor;
verdaderamente es el vicario de Jesucristo, el sucesor de Pedro, el
Cristo del Señor; puesto entre Dios y el hombre, de este lado de
Dios, pero más allá del hombre; menos que Dios, pero más que el
hombre; quien juzga a todos, pero no es juzgado por nadie». Antes,
en el siglo IX, el papa Esteban V había ido aún más lejos en su
entusiasmo retórico: «Los papas, como Jesús, son concebidos por sus
madres al ser cubiertas por el Espíritu Santo. Todos los papas son
una especie de hombres-dioses, con el propósito de ser más capaces
de servir las funciones de mediadores entre Dios y la humanidad.
Todos los poderes del cielo y de la tierra les son concedidos».
Durant, Will, The Age ofFaith, Simón & Schuster, Nueva York, 1950.
Tras la caída del Imperio romano, el papa había ocupado el papel que
antaño desempeñó el cesar. Un ejemplo de su poder es el papel que
tuvieron en la mediación entre España y Portugal, monarquías que
acataron la Bula Intercaetera, que dividió el continente americano
en 1493. Los obispos sólo tenían que rendir cuentas ante el papa,
que era quien los nombraba y destituía.2
2. Williams, Paúl L., Everything You Always Wanted to Know About the
Catholic Church but Were Afraid to Ask for Fear of Excommunication,
Doubleday, Nueva York, 1990.
El poder de los papas era tal que fueron capaces de destronar a
reyes y emperadores, o bien obligarles a usar su poder secular para
hacer cumplir la Inquisición, que era conducida por sacerdotes y
monjes católicos. La culminación de esta escalada de poder
absoluto ocurrió en 1870, cuando el papa fue declarado infalible. Lo
que la mayoría de la gente no sabía, y aún hoy desconoce, es que
este proceso fue influido por documentos falsificados elaborados
para alterar la percepción que los cristianos tenían de la historia
del papado y de la Iglesia. Una de las falsificaciones más famosas
son los Falsos decretos de Isidoro, escritos alrededor de 845. Se
trata de 115 documentos supuestamente escritos por los primeros
papas.
LA CASA DE LAS FALSIFICACIONES
Sobre la falsedad de estos textos no existen dudas y la propia Enciclopedia Católica admite que son falsificaciones, aunque en
cierto sentido los disculpa. Dice que el objetivo del engaño era
permitir a la Iglesia ser independiente del poder secular, e impedir al laicado gobernar la Iglesia, lo que dicho claramente no es
otra cosa que aumentar el poder del papa. Más grave, si cabe, que la
alteración de documentos era la manipulación de documentos
existentes a los que se añadía material según la conveniencia del
papa de turno. Esto era muy sencillo, en especial en la época en que
para la preservación de los documentos se dependía exclusivamente
del trabajo de copistas y bibliotecarios, que, en su totalidad, eran
clérigos.
Una de estas manipulaciones es una carta que ha sido atribuida
falsamente a san Ambrosio, en la que se hizo afirmar al santo que si
una persona no está de acuerdo con la Santa Sede puede ser
considerada hereje. Otra falsificación famosa, ésta del siglo ix,
fue la «Donación de Constantino», según la cual el emperador
Constantino concedió el gobierno de las provincias occidentales
del Imperio romano al obispo de Roma. Este tipo de cosas ocurría con
tanta frecuencia que los cristianos ortodoxos griegos se referían a
Roma como «la casa de las falsificaciones». No es de extrañar:
durante trescientos años los papas romanos utilizaron este tipo de
añagazas para reclamar autoridad sobre la Iglesia en Oriente. El
rechazo de estos documentos por parte del patriarca de
Constantinopla culminó con la separación de la Iglesia ortodoxa.
Hoy día aún permanecen vigentes muchos de aquellos errores. El
Decretum gratiani, una de las bases del derecho canónico, contiene
numerosas citas de documentos de dudosa autenticidad. Pero no es el
único texto de capital importancia en la historia de la Iglesia
cuyas fuentes son harto discutibles. En el siglo xin, Tomás de
Aquino escribió la Summa theologica y otras obras que se cuentan
entre las más trascendentes de la teología cristiana. El problema es
que Aquino utilizó el Decretum y otros documentos contaminados
pensando que eran genuinos.
En cierto sentido, el tema de los documentos falsificados tiene
mucho que ver con el del tráfico de reliquias falsas tolerado,
cuando no fomentado, por la Santa Sede durante siglos. Verdaderas
o falsas, las reliquias hacían más firmes las creencias de los
fieles. Su posesión se convirtió en la Edad Media en una verdadera
fiebre, algo a lo que ayudaron diversos factores tanto religiosos
como políticos y económicos. Las reliquias más apreciadas eran las
que se relacionaban con la vida de Cristo, llegando a contarse más
de cuarenta sudarios, treinta y cinco clavos de la pasión e
innumerables astillas de la Cruz. También se comerciaba con toda
suerte de objetos que tuvieran relación, real o no, con cualquier
personaje de la corte celestial. El saqueo de Constantinopla por
los cruzados en 1204 produjo una enorme inflación de supuestos
restos sagrados por todo Occidente, alimentada no tanto por el
expolio de la ciudad cuanto por la creciente oferta de talleres
orientales especializados en la fabricación de semejantes
souvenires.
EL PRINCIPIO DEL FIN
No obstante, aun siendo grande, el poder de los papas no era eter
no. La reforma protestante supuso el comienzo de un lento pero
inexorable proceso de decadencia en el poder temporal de los pon
tífices. Impuestos y donaciones dejaron de fluir de las prósperas
tierras del norte de Europa. Este proceso histórico fue dejando ex
haustos los cofres papales. En 1700, durante el pontificado de Clemente XI, la Iglesia debía quince millones de escudos. En menos de
medio siglo esa deuda ya se había multiplicado casi por diez.
La Revolución francesa privó a la Iglesia de sus posesiones en
Francia y, peor aún, fue la antesala del saqueo de Roma por parte de
las tropas de Napoleón, que pretendía cobrar a los Estados
Pontificios un tributo que éstos no podían pagar. En 1797
Napoleón Bonaparte tomó Roma y se apoderó de numerosos tesoros
artísticos. Tras el Congreso de Viena de 1815, Roma pasó de nuevo a
manos del papado. Pese a todo, la ocupación de Italia por Napoleón
estimuló una reacción nacionalista, y, en 1861, Italia se unificó
bajo la casa de Saboya. Pero Roma no se incorporó al reino de Italia
y hasta 1870 no pudo ser ocupada.
Por otro lado, el providencial recelo de la Iglesia hacia los
adelantos científicos hizo que los Estados Pontificios no se beneficiaran de la Revolución industrial, convirtiéndose en una de las
zonas más atrasadas de Europa con un potencial económico que
disminuía poco a poco.
En este proceso final tuvo mucho que ver la escasa cintura po
lítica, cuando no el abierto empecinamiento de Pío IX, el último
«papa rey». Este peculiar pontífice era epiléptico y de carácter
bastante impulsivo. El 16 de junio de 1846, Giovanni María Mastai
Ferretti era ungido en el sitial de San Pedro con el nombre de Pío
IX para suceder a Gregorio XVI. El cónclave demoró cuatro rondas
antes de coincidir en su nombre, hostigado por la corriente
conservadora que acusaba a Ferretti de progresista (más tarde se
comprobaría lo equivocados que estaban). Una de sus primeras medidas
—poner en libertad a dos mil presos políticos que se morían en las
mazmorras de los Estados Pontificios— pareció confirmar esa
sospecha; una fracción de purpurados consideró que ese acto
desautorizaba la política intransigente de Gregorio XVI y fa
vorecía las maniobras de los masones, su particular bestia negra, a
la que culpaba de todos los males del mundo.
En 1864 Pío IX publicó el notorio Syllabus de errores, en el que se
condenaban los ideales liberales como la libertad de conciencia y
la separación de Iglesia y Estado. Por otra parte, Pío Nono fue el
papa que convocó el I Concilio Vaticano, con el expreso propósito
de definir como dogma de fe la doctrina de la infalibilidad papal,
un punto que desató no pocas controversias entre los asistentes al
concilio.
Como buenos conocedores de la historia de los papas, varios obispos
católicos se opusieron a declarar la doctrina de la infalibilidad
papal como dogma en el concilio de 1869-1870. En sus discursos, un
gran número de ellos mencionó la aparente contradicción entre
semejante doctrina y la reconocida inmoralidad de algunos papas. Uno
de estos discursos fue pronunciado por el obispo José Strossmayer.
En su argumento contra el edicto de la «infalibilidad» como dogma,
mencionó como algunos papas se habían manifestado contrarios a la
doctrina de papas anteriores, haciendo referencia especial al papa
Esteban, que llevó a juicio al papa Formoso.
La historia en cuestión
es esperpéntica, ya que el papa Formoso había muerto ocho meses
antes. Sin embargo, su cadáver fue exhumado y llevado a juicio por
el papa Esteban. El cadáver, putrefacto, se situó en un trono. Allí,
ante un grupo de obispos y cardenales, lo ataviaron con las
vestimentas del papado, se puso una corona sobre su calavera y el
cetro en los cadavéricos dedos de su mano. Mientras se celebraba
el juicio, el hedor del muerto llenaba la sala.
El papa Esteban,
adelantándose hacia el cadáver, lo interrogó. Claro está, no obtuvo
respuesta, y el papa difunto fue sentenciado culpable de todas las
acusaciones. Entonces le fueron quitadas las vestimentas papales,
le arrebataron la corona y le mutilaron los tres dedos que había
usado para dar la bendición papal. Después arrastraron el cadáver
putrefacto, atado a una carroza, por las calles de la ciudad, tras
lo cual fue arrojado al Tíber. Sin embargo, no acaba ahí la
historia, ya que después de la muerte del papa Esteban, el siguiente
papa romano rehabilitó la memoria de Formoso.
REVUELTAS POPULARES
El citado es sólo el más llamativo de muchos otros casos. Después
de su muerte, el papa Honorio I fue acusado de hereje por
el VI Concilio, en el año 680. El papa León confirmó su conde
nación. Posteriormente, el papa Virgilio, tras sancionar libros,
retiró su condena; luego los volvió a sancionar y una vez más re
tiró la condena, para más tarde volver a revocar esta decisión. En
el siglo xi hubo tres papas rivales al mismo tiempo. Todos ellos
fueron depuestos por el concilio convocado por el emperador Enrique
III. Y así podríamos citar decenas de ejemplos similares.
A pesar de estos argumentos, Pío IX consiguió que la infalibilidad
del papa fuera declarada dogma de fe. Su espíritu conservador y su
casi paranoica obsesión con los masones le hizo no comprender la
magnitud imparable del movimiento nacional italiano, al que se opuso
sistemáticamente, así como a conceder el sufragio a los subditos
de los Estados Pontificios. La tensión máxima estalló cuando el papa
se negó a apoyar a los nacionalistas que luchaban por liberar Italia
del dominio austríaco. Los italianos sintieron este abandono como
una afrenta, dando lugar a un levantamiento que comenzó el 15 de
noviembre de 1849, cuando la turba asesinó al conde Pellegrino
Rossi, el primer ministro de los Estados Pontificios. Al día
siguiente, el Quirinal, la residencia de verano del pontífice, fue
saqueada, y murió en la refriega Palma, uno de los prelados de la
corte.
Dado que la situación era insostenible. Pío IX no tuvo más remedio
que huir disfrazado de Roma el 24 de noviembre3 y establecerse
temporalmente en Gaeta, cerca de la costa mediterránea. El 9 de
febrero de 1849 se proclamó la República Romana por parte de
Giuseppe Mazzini, Cario Armellini y Aurelio Saffi. No obstante, la
nueva república no iba a tener una vida demasiado prolongada. Desde
su exilio, el papa pidió ayuda a los católicos de Europa, logrando
una intervención de las tropas francesas que
,. g e¡ pontífice regresara a la ciudad el 12 de abril de 1850. Pero
el destino de los Estados Pontificios ya estaba sellado. Ni la
fuerza, ni la persuasión, ni tan siquiera la amenaza de excomunión
impidió que en los años siguientes los territorios papales fueran
proclamando, uno a uno, su independencia. Con la llegada de la
unidad de Italia, el último «papa rey» se vio desposeído de las
regiones de la Romana (1859), Umbría, las Marcas (1860) y, en 1870,
la misma Roma, con la conocida toma de Porta Pía, el 20 de
septiembre, que marcó el fin del poder temporal de los papas. Las
posesiones del papa pasaron a ser unos simples 480.000 metros
cuadrados en el centro de Roma.
3.
McBrien, Richard P., Lives ofthe Popes, Harper, San Francisco,
1997.
Pío Nono murió el 7 de febrero de 1878. Por aquel entonces, el
pueblo italiano aún guardaba rencor a aquel pontífice que no había
sabido entender sus ansias de independencia. Prueba de ello es que
su cortejo fúnebre fue atacado por la multitud, que pretendía
arrojar los restos del pontífice al Tíber, como ocurrió siglos antes
con el papa Formoso. Sólo la oportuna intervención de las tropas
impidió que se consumara la profanación del cadáver.4
4. Bokenkotter, Thomas, A Concise History of the Catholic Church,
Image Books, Garden City, 1979.
DE MAL EN PEOR
Los sucesores de Pío IX no contribuyeron demasiado a mejorar la
difícil situación que dejó el pontífice tras su muerte. El hábil
diplomático León XIII evitó que la fractura entre la Iglesia y los
regímenes democráticos se hiciera aún mayor, aconsejando a los católicos franceses la adhesión al régimen republicano y señalando que
cualquier forma de gobierno era digna de aprobación si respetaba los derechos del hombre. Durante su pontificado comenzó a
hacerse sentir la falta de los ingresos procedentes de los Estados
Pontificios.
El 9 de agosto de 1903 fue coronado Pío X. Continuador del
pensamiento de Pío IX, emitió un decreto en forma de motu proprio
titulado Sacrorum antistitum., en el que solicitaba de todos los
clérigos un voto en contra del «modernismo, síntesis de todas las
herejías».5 En este texto podemos ver como vuelve a florecer la
obsesión de Pío IX:
«Nos parece que a ningún obispo se le oculta que
esa clase de hombres, los modernistas, cuya personalidad fue
descrita en la encíclica Pascendi dominici gregis, no han dejado de
maquinar para perturbar la paz de la Iglesia. Tampoco han cesado de
atraer adeptos, formando un grupo clandestino;
sirviéndose de ello inyectan en las venas de la sociedad cristiana
el virus de su doctrina, a base de editar libros y publicar
artículos anónimos o con nombres supuestos. Al releer nuestra carta
citada y considerarla atentamente, se ve con claridad que esta
deliberada astucia es obra de esos hombres que en ella
describíamos, enemigos tanto más temibles cuanto que están más
cercanos;
abusan de su ministerio para ofrecer su alimento envenenado y
sorprender a los incautos, dando una falsa doctrina en la que se
encierra el compendio de todos los errores».
Pío X fue el primer papa en no ser embalsamado mediante la
evisceración y drenaje de la sangre, ya que se encargó de abolir
esta práctica antes de su muerte. Este decreto tuvo consecuencias
bastante desastrosas para los restos mortales de algunos de sus
sucesores. En el caso de Pablo VI, que murió en 1978, los amor
tajadores sólo prepararon el cadáver para un ataúd cerrado. Apenas
dos días después de ser exhibido, la piel del papa comenzó a
decolorarse, su mandíbula se hundió y sus uñas se oscurecieron. El cadáver de Pío XII fue tan mal conservado en 1958 que
los cuatro hombres que hacían guardia en el Vaticano tenían que
cambiar cada quince minutos porque no podían soportar el olor. Más
extraño fue el caso de Juan Pablo I, cuyo rostro se volvió in
explicablemente verde, lo que aumentó los rumores respecto a un
posible envenenamiento.
5. Acta apostolícele seáis, 9 de septiembre de 1910, núm. 17.
UN PAPA DÉBIL
El sucesor de Pío IX fue Benedicto XV. Sus detractores decían que su
figura era fiel reflejo de la propia decadencia de la Iglesia. En
efecto, su apariencia era frágil y poco agraciada a causa de un accidente sufrido en la infancia. Durante su reinado quedó más claro
que nunca que la influencia del Vaticano apenas era la sombra de lo
que había sido en el pasado. Sus esfuerzos mediadores durante la
Primera Guerra Mundial fueron rechazados por ambos bandos en
conflicto.6
6. Pollard, John E, The Vnknown Pope: Benedict XV (1914-1922) ana
the Pursuit of Reare, Casell Academia, Washington, 1999.
Intentó un acercamiento a las fuerzas anticlericales,
llegando a calificar la Revolución rusa de «triunfo contra la tira nía». De poco le sirvieron estas palabras: el comunismo pronto se
reveló como una doctrina irreconciliablemente anticristiana y como
una de las mayores amenazas para la Iglesia de la época.
En Italia se vio igualmente incapaz de controlar la pugna entre los
extremismos de izquierda y derecha, que culminó con el triunfo del
fascismo. La Iglesia se había vuelto tan débil que no pudo impedir
que los extremistas tomasen al asalto los templos y se subieran a
los pulpitos a declamar sus arengas ante los atónitos feligreses.
Ante esta situación, en 1919, el mismo año en que se crea el
movimiento fascista, se funda el Partido Popular Italiano, cuyo primer secretario es un sacerdote de Caltagirone, don Luigi
Sturzo, que intentó mantener las tesis cristianas en medio de
aquella enrarecida arena política.
En 1920, cuando empezaron las reuniones de la Sociedad de Naciones,
Benedicto XV publicó una nueva encíclica, Pacem Dei munus, en la que
reclamaba sus derechos como soberano de un Estado. Sin embargo, los
líderes internacionales hicieron oídos sordos a la encíclica, a
consecuencia de lo cual la Santa Sede no pudo participar en los
trabajos de la Sociedad de Naciones, sobre todo debido a la
oposición del delegado italiano en la misma, Nitti.
En el aspecto financiero las cosas no iban mucho mejor. Durante el
pontificado de Benedicto XV el presupuesto del Vaticano se redujo
hasta ser apenas una cuarta parte del de la época de León XIII. El
22 de enero de 1922, Benedicto XV fallecía en el Vaticano víctima de
una epidemia de gripe. Sus últimas palabras fueron: «Ofrecemos
nuestra vida para la paz del mundo».
El siguiente papa en acceder al trono de San Pedro fue Pío XI,
Ambrogio Damiano Achule Ratti, que lo hizo entre 1922 y 1939. Nació
el 31 de mayo de 1857 en Desio, Italia, en el seno de una familia
acomodada dedicada a la industria textil. Cursó estudios en las
universidades Lombarda y Gregoriana de Roma, y fue ordenado
sacerdote el 27 de diciembre de 1879. Entre 1882 y 1888 fue
catedrático de teología en el seminario de Milán. Mantuvo siempre
viva su actividad pastoral, dándose en ocasiones tiempo para
practicar el montañismo.
Al igual que el recientemente fallecido
Juan Pablo II, era un experto en esta práctica. (Se cuenta que en su
juventud emprendió la subida del Monte Rosa y aguantó durante toda
la noche una feroz tormenta alpina colgado de una cornisa.) Achille
se dedicó al estudio de la paleografía. Hasta 1910 fue bibliotecario
y posteriormente director de la Biblioteca Ambrosiana de Milán, y
prefecto de la Biblioteca Vaticana en Roma.
En estos cargos tuvo
ocasión de familiarizarse con la historia política y los
acontecimientos de su época, lo que le aportó
el bagaje teórico necesario para realizar una visita apostólica a
Polonia, devastada por la guerra en 1918, por orden del papa Be
nedicto XV. Este viaje le sirvió para demostrar que estaba excep
cionalmente dotado para las tareas diplomáticas. Su habilidad y celo
le valieron el nombramiento de nuncio de Su Santidad en este país en
1919. Dos años después recibió la dignidad de cardenal y arzobispo
de Milán, y en 1922 sucedería al papa Benedicto XV.
RATAS EN SAN PEDRO
Quizá la circunstancia que mejor simbolice la terrible situación
financiera a la que se había visto abocada la Santa Sede tras estas
últimas décadas tan turbulentas fue la plaga de ratas que, como una
condenación bíblica, se adueñó del Vaticano. Sin embargo, no se
trataba de ninguna maldición, sino de una concatenación de causas y
efectos lógicos. La falta de dinero había hecho que la red de
alcantarillado del Vaticano se encontrara en un estado de abandono
superior al resto de las instalaciones. Inundaciones, atascos y
derrumbes estaban a la orden del día sin que nadie hiciera nada
para remediarlo. En estas condiciones, los roedores se multiplicaron
sin freno y fue sólo cuestión de tiempo que comenzaran a salir a
la superficie.
Aquellos animales, asociados tradicionalmente por el folclore con la
figura de Satanás, tenían un comportamiento sacrilego que no
desmerecía en absoluto su fama. No respetaban ni las sepulturas de
los pontífices de la antigüedad ni la residencia del actual. Su
ansia destructiva se aplicaba con igual saña a los tapices (ya muy
castigados por la polilla) y al mobiliario. La situación alcanzó un
punto tan alarmante que ya no se guardaban hostias consagradas en
los sagrarios por miedo a que los roedores cometieran la más
terrible de las profanaciones para un católico: mancillar el
cuerpo de Cristo.
En medio de aquella situación, a muchos les parecía irónico que el
apellido del papa fuera precisamente Ratti.7
La elección de Pío XI fue complicada y no se decidió hasta después
de quince votaciones. No obstante, fue un cónclave relativamente
corto si se compara con los anteriores. Como en tantas otras
ocasiones, el cónclave se encontraba dividido entre los más
conservadores, partidarios del cardenal español Rafael Merry del
Val, y los progresistas, cuyas simpatías se decantaban por el
cardenal Gasparri.
El nuevo pontífice pronto demostró que su pontificado no iba a ser
intrascendente. Pío XI, nada más ser elegido, hizo algo que no
habían hecho ni Pío X ni Benedicto XV a causa de la pérdida de los
Estados Pontificios: apareció en el gran ventanal de la fachada de
San Pedro para impartir la bendición urbi et orbe. El hombre que se
asomó a aquella ventana conservaba en estampa mucho de la imponente
y atlética figura de su juventud. Su rostro, de frente despejada y
ojos penetrantes, inspiraba respeto a quienes se encontraban con él.
Se involucraba en todos los aspectos del gobierno de la Iglesia,
realizando toda clase de preguntas a sus colaboradores.8 (Alguno de
ellos llegó a afirmar que preparar una reunión con el Santo Padre
era peor que un examen.)9
7. Ratto significa en italiano 'rata'. Su plural es ratti. (N. del
A.)
8. Cornweil, John, El Papa de Hitler: la verdadera historia de Pío
XI, Planeta, Barcelona, 2000.
9. McBrien, Richard P., op. cit.
LA PAZ DE CRISTO EN EL REINO DE CRISTO
Pío XI se volcó en la expansión de la Iglesia por todo el planeta,
de hecho, «Papa de las Misiones» era el título que más agradaba a
Pío XI. Su doctrina era que los territorios extraeuropeos fueran
confiados al clero local; buena prueba de ello fue el nombramiento
de los primeros obispos chinos y japoneses en 1926 y 1927. También
hizo construir en el Gianicolo (Roma) la grandiosa sede del Colegio
y la Universidad Urbana de Propaganda Fide, para que los jóvenes de
los países de misiones destinados al sacerdocio tuviesen una
adecuada preparación para sus futuras tareas. En 1927, con la
institución del Museo Misionero-Etnológico del Vaticano, se abrió
la posibilidad de conocer a fondo la actividad misionera y las
grandes religiones y culturas del mundo.
Al contrario que la mayoría de sus antecesores. Pío XI fue un gran
protector de las ciencias, algo que no es de extrañar dado su
trabajo durante años como archivista e investigador. De hecho, la
reforma de la Biblioteca Vaticana fue una de sus prioridades, tras
lo cual fundó el Instituto Cristiano de Arqueología, la Academia
de Ciencias y el Observatorio Vaticano en Castelgandolfo.
En el terreno político y social también destacó su labor. La
elección de su lema —«La paz de Cristo en el reino de Cristo»— nos
habla de un pontífice partidario de la militancia activa en los
asuntos terrenales. En este sentido, su gran enemigo fue el comu
nismo, sobre el que promulgó una encíclica titulada Divini re
demptoris. Para Pío XI era un «satánico azote» cuyo objetivo era
«derrumbar radicalmente el orden social y socavar los fundamentos
mismos de la civilización cristiana», constituyendo «una realidad
cruel o una seria amenaza que supera en amplitud y violencia a
todas las persecuciones que anteriormente ha padecido la Iglesia».10
Esto explica las simpatías con que miró, al menos en principio, a
dictadores como Franco, Hitler y Mussolini.
10. Pío XI, Divini redemptoris. 19 de marzo de 1937.
Sin embargo, como ya hemos visto, en la primera etapa de su
pontificado Pío XI tuvo problemas mucho más cercanos y acuciantes que los planteados por el comunismo. La ambiciosa cadena
de fundaciones y reformas que hemos repasado se hizo con un exiguo
presupuesto anual que apenas superaba el millón de dólares. Cada
día que pasaba la situación se tornaba más insostenible. Los
resultados de una auditoría realizada por la comisión cardenalicia
no pudieron ser más desalentadores. El déficit vaticano crecía de
forma desmedida, al tiempo que los ingresos y las donaciones
descendían vertiginosamente.
Los acreedores, de los cuales uno de
los más importantes era el Reichbank alemán, comenzaron a perder
la paciencia y exigieron el pago de las deudas. Por su parte, uno de
los principales asesores económicos de la Santa Sede, el arzobispo
de Chicago George William Mundelein, que había tenido que hipotecar
propiedades de la Iglesia por valor de un millón y medio de
dólares, comunicó al pontífice su pronóstico de una larga crisis
económica cuyos efectos se dejarían sentir en todo el mundo.
Acuciado por las necesidades económicas de la Santa Sede, y cegado
por su radical anticomunismo, Pío XI no se dio cuenta de que, de
una u otra forma, iba a seguir tratando con ratas.
11. Martín, Malachi, Rich Church, Poor Church, G. P. Putnam's Sons,
Nueva York, 1984.
EL ASCENSO DEL FASCISMO
Pío XI accedió al pontificado con el firme propósito de terminar de
una vez por todas con la anomalía que suponían las actuales
relaciones entre el Vaticano y el gobierno de Italia. El escollo más
importante lo constituía la cuestión económica. La situación financiera de Italia no era mucho mejor que la de la Santa Sede. Con
la mayor tasa de natalidad de Europa y una inflación y paro
sólo superados por los de Alemania, la pobreza era el estado natural de muchas familias italianas, lo que contribuyó notablemente
a enrarecer aún más el ya muy agitado panorama político. Mussolini y
sus fascistas estaban, literalmente, dispuestos a todo:
«Nuestro programa es simple. Queremos gobernar Italia».12 Para ello
desarrollaron una feroz campaña de violencia política que tino de
sangre todo el país. Sólo en 1921 murieron, víctimas de la violencia
fascista, cerca de quinientas personas.
Por su parte, los comunistas no se quedaron de brazos cruzados y
respondieron con una infinita sucesión de paros laborales que
culminaron en una huelga general. En la primavera de 1922, cuarenta
mil braceros fascistas bajo el mando de ítalo Balbo ocuparon
Ferrara como protesta por las miserables condiciones de vida. A
finales de julio de 1922, más de 700.000 trabajadores se habían
afiliado a la Confederazione Nazionale delle Corporazioni,
sindicato del Partido Nacional Fascista. La derrota de la izquierda era evidente.
En octubre de ese mismo año, se reunió el congreso del Partido
Nacional Fascista y comenzaron los preparativos de la «Marcha so
bre Roma», planeada como la ocupación de la capital italiana por
parte de los «camisas negras», fascistas cuyo objetivo era presionar
al rey para que encargase la formación de gobierno a Mussolini.
Víctor Manuel III, muy impresionado por la movilización fascista, y
poco afecto a los ideales y principios de la democracia parlamen
taria, decidió recurrir a Mussolini. En 1925 el Duce había transfor
mado el país en un régimen totalitario de partido único basado en el
poder del Gran Consejo Fascista (órgano creado en diciembre de 1922,
pero institucionalizado seis años más tarde), respaldado por las
Milicias Voluntarias para la Seguridad Nacional.
12. Johnson, Paúl, Modern Times: The Worid from the Twenties to the
Nineties, Harper Perennial, Nueva York, 1992
Y LOS TRENES LLEGABAN A TIEMPO
Los efectos del ascenso al poder de Mussolini no se hicieron esperar. La actividad económica se reactivó como por ensalmo. Las
tasas de paro e inflación recuperaron sus niveles lógicos. Las calles volvieron a ser seguras y los trenes llegaban a tiempo. Un
verdadero paraíso si a uno no le importaban cuestiones como la
democracia, la libertad de expresión o vivir en un estado policial
sin las mínimas garantías jurídicas.
En cualquier caso, las arcas de la hacienda italiana recuperaron
la salud perdida... y quedó claro que Mussolini era el hombre con
el que Pío XI tenía que tratar. El 20 de enero de 1923, el cardenal
Gasparri, secretario de Estado del Vaticano, mantuvo la primera de
una larga serie de entrevistas secretas con Mussolini.
Sin embargo, había una circunstancia que podría dificultar
notablemente un entendimiento entre los fascistas y la Santa Sede.
Era de dominio público que el Duce era ateo y virulentamente
anticlerical. En su juventud había escrito varios textos
profundamente antirreligiosos y en su vida personal ni se había
casado con su pareja ni había bautizado a sus hijos. Se cuenta que
en una ocasión se quitó el reloj y, poniéndolo violentamente sobre
la mesa, le dio a Dios un minuto para fulminarle si realmente
existía y era todopoderoso. Pese a todo, una vez alcanzado el
poder, Mussolini fue consciente de las dificultades de gobernar en
Italia de espaldas a la Iglesia católica: «Creo que el catolicismo
podría ser utilizado como una de nuestras más potentes fuerzas
para la expresión de nuestra identidad italiana en el mundo».13
13. Cooney, John, The American Pope: The Ufe and Times of Francis
Cardinal Spellman, Times Books, Nueva York, 1984.
Por otro lado, el ateísmo de Mussolini irritaba a los industriales
y financieros que le apoyaban económicamente, lo que hizo que el
Duce cambiara de táctica. Los fascistas estaban convencidos del
interés social de un sentimiento como el religioso, que es vínculo
comunitario en las masas. El propio Mussolini se sintió muy
sorprendido en 1922 ante la inmensa multitud que esperaba en la
plaza de San Pedro la elección de Pío XI: «Mira esta multitud de
todos los países del mundo. ¿Cómo es que los políticos que gobiernan
las naciones no se dan cuenta del inmenso valor de esta fuerza
internacional, de este poder espiritual universal?». Así que, a
pesar de su declarado ateísmo, Mussolini no deseaba destruir lo que
existía, sino ir, progresivamente, modificándolo, reinterpretándolo,
hasta conseguir que un día se transformase en una cosa muy distinta
y en una religión con un contenido muy diferente. Mussolini se
refería a esto como: «Roma, donde Cristo es romano».
Tras la Marcha sobre Roma comenzaron a prodigarse algunos gestos de
buena voluntad hacia el Vaticano, como la donación al papa de la
valiosa Biblioteca Chigi. En la Santa Sede se desconfiaba de
Mussolini, pero a la vez se mantenía un prudente silencio sobre su
forma de llevar las riendas de Italia. Independientemente de que
el Duce mandara a prisión a más de diez mil de sus opositores o que
incitase a sus fascistas a «marchar sobre el cadáver podrido de la
libertad», en el Vaticano no se podía escuchar palabra alguna en
contra del caudillo fascista.
EL HOMBRE ENVIADO POR LA PROVIDENCIA
En 1924, siguiendo instrucciones expresas del Duce, el líder del
Partido Socialista, Giacomo Matteotti, que a la sazón era el más
obstinado opositor a las pretensiones absolutistas de Mussolini, fue
asesinado por militantes fascistas. La oleada de indignación
que recorrió toda Italia fue tan grande que durante esta crisis el
Duce estuvo a punto de perder todo lo que había conseguido hasta
entonces. Tanto el Partido Popular como el socialista solicitaron
formalmente al rey la destitución de Mussolini.
Cuando la situación parecía desesperada, al líder fascista le llegó
el auxilio de donde, probablemente, menos lo esperaba. Socialistas
y católicos negociaban una sólida coalición para apartar del poder a
Mussolini cuando el papa Pío XI advirtió severamente a los
cristianos italianos de que cualquier alianza con los socialistas,
incluido su sector más moderado, estaba estrictamente prohibida por
la ley moral, según la cual la cooperación con el mal constituye un
pecado. El papa no mencionó que tanto en Bélgica como en Alemania
esa cooperación (con los socialistas, no con el mal) se estaba
produciendo sin que nadie hubiera advertido a los católicos de
aquellos países sobre el peligro que corrían.
No hay que desestimar la importancia de esta tácita complicidad.
La innegable influencia que tenía el parecer del papa sobre buena
parte de la opinión pública italiana hubiera hecho que cualquier
comentario sobre el ateísmo, la integridad moral o los métodos
violentos de Mussolini pesara como una losa en la pretensión de
éste de convertirse en el cesar de la nueva Roma.
Consciente de ello, el Duce supo corresponder con extrema
generosidad al favor procedente de Roma. Declaró ilegal la ma
sonería, subvencionó con fondos públicos algunas instituciones
eclesiásticas que estaban al borde de la quiebra y eximió de obligaciones fiscales a la Iglesia y a sus miembros.
El 31 de octubre de 1926, el cardenal Merry del Val, que había
sido secretario de Estado con Pío X y mantenía un puesto de
privilegio en el Vaticano, declaró públicamente: «Mi agradeci
miento también se dirige hacia él [Mussolini], que sostiene en sus
manos las riendas del gobierno en Italia. Con su perspicaz visión de
la realidad ha deseado y desea que la religión sea respetada,
honrada y practicada. Visiblemente protegido por Dios, ha mejorado
sabiamente la fortuna de la nación, incrementando su prestigio en
todo el mundo».14 A lo que el propio papa apostilló el 20 de
diciembre de 1926 que «Mussolini es el hombre enviado por la
Providencia».
14. Manhattan, Avro, The Vatican in Worid Politics, C.A. Watts &
Co., Limited, Londres, 1949.
En esta aparente complacencia hacia el Duce había mucho más de
corrección política que de sincera admiración. En más de una
ocasión, el papa había calificado en privado al dictador de «hijo
del diablo». Este sentido de la conveniencia era mutuo. Sin variar
un ápice lo que pensaba en su fuero interno, el comportamiento
externo de Mussolini hacia la Santa Madre Iglesia experimentó un
importante giro. El Duce comenzó a acudir a misa, pasó por la
vicaría para dar validez eclesiástica a su unión matrimonial e
incluso bautizó a sus hijos, renunciando en su nombre, como todo
buen padre cristiano, al «diablo y sus obras». En el terreno
estrictamente político, esta nueva relación con el Vaticano quedó
patente con medidas legislativas, como los impuestos para las
parejas sin hijos o la consideración del adulterio como delito
penal.
CONVERSACIONES SECRETAS
Así pues, y a pesar del recelo mutuo, existía en aquel momento un
clima favorable para la firma de un concordato, tarea que el papa
encomendó al cardenal Gasparri. Tras algunas conversaciones, el
dictador manifestó su deseo de compensar a la Iglesia con una más
que generosa remuneración por la humillación sufrida durante años
por los «papas prisioneros». El primer contacto entre ambas
partes había acontecido, sin embargo, mucho antes, el 6 de agosto de
1926, cuando Domenico Barone —emisario de Mussolini— se entrevistó
secretamente con el doctor Francesco Pacelli —laico adscrito a la
Santa Sede y hermano del futuro papa Pío XII, que por aquel entonces
era nuncio en Berlín— para hacerle saber el interés de Mussolini
por reabrir la «cuestión romana». Pacelli manifestó al enviado del
futuro dictador que si realmente estaba dispuesto a negociar,
había dos cuestiones que el papa consideraba imprescindibles como
punto de partida: el reconocimiento de la posesión de un Estado
soberano bajo la autoridad del pontífice y la igualdad jurídica
entre matrimonio civil y religioso.
El Duce dio su consentimiento al inicio de las conversaciones bajo
estos términos y las reuniones comenzaron a nivel estrictamente
confidencial: el jefe del Gobierno había advertido a los
participantes de que la menor indiscreción llevaría, de manera in
evitable, a la ruptura de las negociaciones y se consideraría aten
tatoria contra la seguridad del Estado, condenando al responsable
de la filtración (fuera éste seglar o religioso) a ser desterrado de
por vida a las islas Lípari. Buena parte del contenido de las
reuniones se centró en regatear las condiciones económicas del
acuerdo, que en una primera oferta de Mussolini consistía en la
donación por parte del gobierno italiano de alrededor de cincuenta
millones de dólares en Obligaciones del Estado. Finalmente, esos
cincuenta millones se convirtieron en noventa, es decir, 1.750
millones de liras.
La mañana del lunes 11 de febrero de 1929, las calles de Roma se
fueron poblando de un gentío murmurante que parecía desafiar lo que
estaba siendo uno de los inviernos más fríos de los últimos años. A
pesar del celo puesto tanto por el gobierno como por la Santa Sede,
buena parte de los romanos sabían que algo importante iba a suceder
en el Vaticano. Cuando el Duce descendió de su Cadillac negro
estacionado a un costado de la plaza de San Juan, media hora antes
del mediodía, le sorprendió
encontrar a una muchedumbre expectante que aguardaba su llegada.
Un acceso de ira le sobrevino al comprobar que sus órdenes no se
habían cumplido fielmente; es posible que incluso se viera tentado
de dar media vuelta en uno de sus célebres raptos temperamentales,
pero finalmente decidió subir los peldaños de la escalinata del
palacio de Letrán, en cuyo interior el papa Pío XI, y casi todos los
miembros del gobierno vaticano, le esperaban desde hacía unos
minutos.
Ni la guardia fascista, ni los carabinieri, ni la Guardia Suiza es
taban allí. Todo se había organizado de la manera más discreta
posible para no llamar la atención. Elegantemente vestido de cha
qué, Mussolini ascendió hasta el segundo piso, donde le esperaba el
cardenal Gasparri, con quien cruzó un prolongado apretón de manos.
Gasparri había tenido que abandonar la cama y todo el acto, unido a
lo inclemente del tiempo, iba a ser una verdadera ordalía física
para el anciano cardenal.15 No obstante, por nada del mundo iba a
perderse la firma, aunque ello le costase la vida, ya que con aquel
acto culminaba toda su carrera diplomática. Estaba previsto que la
ceremonia se prolongase varias horas, pero el público que aguardaba
en el exterior y el precario estado de salud de Gasparri —que tuvo
que permanecer sentado durante todo el acto— la redujeron a unos
meros cuarenta y cinco minutos.16 La lectura de las actas no comenzó
hasta las doce en punto. Tras las firmas, el cardenal obsequió a
Mussolini con la pluma de ave con mango de oro que había servido
para rubricar el acuerdo. El líder fascista la aceptó complacido:
«Será para mí uno de los mejores recuerdos que haya merecido».
15. «Vatican at Peace with Italy After Long Quarrel», San Francisco
Chronicle, 12 de febrero de 1929.
16. Cortesi, Arnaldo, «Pope Becomes Ruler oí a State Again», The New
York Times, 12 de febrero de 1929.
El tratado se componía de tres apartados principales, aparte de
varios anexos y otras disposiciones; el primero, el concordato,
regulaba las relaciones entre la Iglesia y el gobierno italiano.
En él, se devolvía al Vaticano la completa jurisdicción sobre las
organizaciones religiosas en Italia. El catolicismo pasaba a ser la
religión oficial del Estado italiano, prohibiendo que otras
confesiones religiosas pudieran hacer proselitismo en el país y el
gobierno asumía pagar el salario de los sacerdotes con cargo a los
presupuestos nacionales. El segundo apartado, el Tratado de Letrán
propiamente dicho, establecía la soberanía del Estado Vaticano, con
el que automáticamente se establecían relaciones diplomáticas.
Aparte del recinto vaticano se concedía a la Santa Sede soberanía
sobre tres basílicas de Roma (Santa María la Mayor, San Juan de
Letrán y San Pablo), la residencia de verano del papa (el palacio
de Castelgandolfo) y varias fincas por toda Italia. Finalmente,
estaba la «Convención Financiera», que de un plumazo llevaba a la
Santa Sede de la miseria a la riqueza.
Al día siguiente de la firma, en una rueda de prensa. Pío XI sin
tetizó mejor que nadie el alcance del tratado que se había firmado:
«Mi pequeño reino es el más grande del mundo». El fervor que le
vantó el acuerdo fue tal que incluso la mesa en que había sido ru
bricado comenzó una gira mundial para ser venerada como si de una
reliquia se tratara.17 El manto de misterio que se tendió sobre la
dilatada negociación sólo pudo ser descorrido con lentitud tras la
ceremonia de Letrán. Se supo entonces que el texto del acuerdo había
sido impreso en el Vaticano por operarios a los que se mantuvo
prisioneros hasta días después del 11 de febrero, y que el papa
había corregido personalmente todas las pruebas de imprenta: «Hay
casos en que la presencia o ausencia de una coma —le comentó a
Gasparri— puede modificar todo el contenido».
17. Considine, John J., «Historie Scene in the Lateran Palace», The
Catholic Advócate, Brisbane, Australia, 18 de abril de 1929.
Aquel contenido era tan importante que su trascendencia traspasaba
con mucho las diminutas fronteras del Estado Vaticano. Tanto es así
que en dos lugares muy alejados del mundo había dos personajes que
estaban particularmente atentos a los términos del tratado por
razones que nada tenían que ver con el cristianismo. En Alemania,
un Adolf Hitler que comenzaba a ser algo más que el jefe de una
pandilla de agitadores escribía en el periódico del partido nazi:
«El hecho de que la curia haya hecho las paces con el fascismo
muestra que el Vaticano confía en las nuevas realidades políticas
mucho más de lo que lo hizo en la antigua democracia liberal, con
la que no pudo llegar a un acuerdo [...]. El hecho de que la Iglesia
católica haya llegado a un acuerdo con la Italia fascista prueba más
allá de toda duda que el mundo de las ideas fascistas está más cerca
de la cristiandad que del liberalismo judío o incluso el ateísmo
marxista».18
En Estados Unidos, el banquero Thomas William Lamont, uno de los
principales agentes de la banca Morgan, estaba mucho menos
interesado en las consecuencias políticas del tratado que en los
noventa millones de dólares que llevaba aparejados. A fin de
cuentas. Pío XI era un viejo amigo de la casa Morgan. Siendo
monseñor Ratti prefecto de la Biblioteca Vaticana, el que más tar
de se convertiría en papa gestionó la restauración de una valiosa
colección de manuscritos coptos propiedad de J. Pierpoint Mor
gan.19 Aquellos pergaminos pasarían a ser una de las piezas más
preciadas de la mítica «biblioteca negra» del millonario.
18. Hitler, Adolf, Volkischer Beobachter, 22 de febrero de 1929.
19. Chernow, Ron, The House o f Morgan: An American Banking Dynasty
and the
Rise of Modern finance, Grove Press, Nueva York, 2001.
Comenzaba una época en que las obras del diablo iban a ser
salpicadas con agua bendita.
Regresar al Indice
|