14 - HOLOCAUSTO NUCLEAR


El Día del Juicio Final llegó en el año vigésimo cuarto, cuando Abraham, que estaba acampado cerca de Hebrón, tenía 99 años de edad.

«Y el Señor se le apareció en la arboleda de terebintos de Mambré, cuando estaba sentado a la entrada de la tienda, al calor del día. Y levantó lo ojos y miró, y vio -tres hombres estaban parados ante él; y, en cuanto los vio, corrió desde la entrada de la tienda hacia ellos, y se postró en tierra».

Ágilmente, desde la típica escena del potentado de Oriente Próximo descansando a la sombra de su tienda, el narrador bíblico del Génesis 18 hace que Abraham levante la mirada y lo sumerge -también sumerge al lector- en un repentino encuentro con los seres divinos. Aunque Abraham estaba en la puerta de su tienda, no vio a los tres que se aproximaban: de repente, estaban «parados ante él».

 

Y, aunque eran «hombres», reconoció su verdadera identidad de inmediato y se postró ante ellos, llamándoles «mis señores» y pidiéndoles que no «paséis de largo cerca de vuestro servidor» sin darle la ocasión de prepararles una suntuosa comida.

Anochecía cuando los divinos visitantes terminaron de comer y descansar, y su jefe, preguntándole por Sara, le dijo a Abraham:

«Volveré a ti por estas fechas el próximo año; para entonces, Sara, tu mujer, tendrá un hijo».

La promesa de un Heredero Legítimo para Abraham y Sara en su ancianidad no era la única razón para que se dejaran caer por donde se encontraba Abraham. Había otra razón más siniestra:

Y los hombres se levantaron de allí para ir a inspeccionar Sodoma.
Y Abraham fue con ellos para despedirles,
y el Señor dijo:
«¿Acaso voy a ocultarle a Abraham lo que estoy haciendo?».

El Señor, tras recordar los servicios prestados por Abraham y el futuro prometido, le desveló el verdadero objetivo del viaje divino: verificar las acusaciones contra Sodoma y Gomorra.

«Las protestas por Sodoma y Gomorra son grandes, y son graves las acusaciones contra ellas», y el Señor dijo que había decidido «bajar y comprobar; si todo es como las protestas que me han llegado, las destruiré por completo; y si no, he de saberlo».

La subsiguiente destrucción de Sodoma y Gomorra se ha convertido en uno de los episodios bíblicos que más se ha representado y del que más se ha predicado. Los ortodoxos y los fundamentalistas nunca dudaron de que el Señor Dios vertió literalmente fuego y azufre desde los cielos para borrar de la faz de la Tierra a estas ciudades pecadoras, mientras que los expertos, más sofisticados, han estado buscando tenazmente unas explicaciones «naturales» del relato bíblico: un terremoto, una erupción volcánica u otros fenómenos naturales que (lo admiten) se pudieran interpretar como un acto de Dios, el correspondiente castigo al pecado.

Pero, en lo que concierne al relato bíblico -que, hasta ahora, es la única fuente de interpretaciones-, el acontecimiento no fue, desde luego, una calamidad natural. Se describe como un acontecimiento premeditado: el Señor le desvela a Abraham con antelación lo que está a punto de suceder y por qué.

 

Es una acontecimiento evitable, no una calamidad provocada por fuerzas naturales irreversibles: la calamidad tendrá lugar sólo si las «protestas» contra Sodoma y Gomorra se confirman. Y, tercero (como pronto descubriremos), también era un acontecimiento posponible, un acontecimiento cuya ocurrencia podía darse antes o después, a voluntad.

Al percatarse de que la calamidad era evitable, Abraham empleó una táctica de desgaste argumental:

«Quizás haya cincuenta Justos en la ciudad», le dijo al Señor. «¿Vas a destruir el lugar y no lo vas a perdonar por los cincuenta Justos que hubiere dentro?». Y, rápidamente, añadió: «¡Tú no puedes hacer tal cosa, matar al justo con el malvado! ¡No puedes! ¡El Juez de Toda la Tierra no puede dejar de hacer justicia!».

¡Todo un sermón a su propia Deidad! Y la súplica era por evitar la destrucción -la premeditada y evitable destrucción-, si hubiera cincuenta Justos en la ciudad. Pero, en cuanto el Señor accedió a perdonar la ciudad en el caso de que hubiera esas cincuenta personas -número que pudo haber elegido sabiendo que con ello tocaría una fibra sensible-, Abraham se preguntó en voz alta si el Señor llevaría a cabo su destrucción si tan solo le faltaran cinco para ese número.

 

Y, cuando el Señor accedió a perdonar a la ciudad sólo con que hubiera cuarenta y cinco Justos, Abraham continuó rebajando el número a cuarenta, y luego a treinta, a veinte, a diez.

«Y el Señor dijo: 'No la destruiré si hubiera diez'; y partió en cuanto dejó de hablar con Abraham, y Abraham volvió a su sitio».

Al atardecer, los dos compañeros del Señor -la narración bíblica se refiere a ellos como Mal'akhim (traducido «ángeles», pero significa «emisarios») -llegaron a Sodoma con la intención de comprobar las acusaciones contra la ciudad y dar cuenta de sus descubrimientos al Señor. Lot, que estaba sentado a las puertas de la ciudad, reconoció al instante (al igual que hiciera Abraham antes) la naturaleza divina de los dos visitantes, quizás por su atuendo o sus armas, quizás por el modo en que llegaron (¿por el aire?).

Ahora le tocaba a Lot insistir en su hospitalidad, y los dos emisarios aceptaron la invitación de pasar la noche en su casa; pero no iba a ser una noche tranquila, pues la noticia de la llegada de los extraños agitó a toda la ciudad.

«No bien se habían acostado, la gente de Sodoma rodeó la casa; jóvenes y viejos, toda la población, de cada barrio; y llamaron a Lot y le dijeron: '¿Dónde están los hombres que vinieron contigo anoche? Tráelos para que los conozcamos'.»

Y cuando Lot se negó a complacerles, la turba intentó entrar por la fuerza en su casa; pero los dos Mal'akhim,

«hirieron a la gente que estaba en la entrada de la casa cegándolos, tanto a jóvenes como a viejos; y se cansaron intentando encontrar la entrada».

Los dos emisarios ya no precisaban de más indagaciones, al percatarse de que, de toda la gente de la ciudad, sólo Lot era «justo». El destino de la ciudad estaba firmado.

«Y le dijeron a Lot: '¿A quién más tienes aquí? Saca de este lugar a tu yerno, a tus hijos e hijas, y a cualquier otro pariente que tengas en la ciudad, pues la vamos a destruir».

Lot se apresuró para llevar la noticia a sus yernos, pero se encontró tan solo con la incredulidad y la risa. De modo que, al alba, los emisarios apremiaron a Lot para que escapara sin demora, tomando con él sólo a su mujer y a sus dos hijas solteras.

Pero Lot remoloneaba;

de manera que los hombres lo tomaron de la mano
lo mismo que a su mujer y a sus dos hijas
-pues la misericordia de Yahveh estaba sobre él-
y les sacaron fuera,
y les pusieron fuera de la ciudad.

Tras llevarse literalmente en volandas a los cuatro y dejarlos fuera de la ciudad, los emisarios le insistieron a Lot para que huyera a las montañas:

«¡Escapa, por vida tuya! No mires atrás, ni te pares en ningún sitio en la llanura», fueron las instrucciones; «escapa a las montañas, o perecerás».

Pero Lot, temiendo no llegar a tiempo a las montañas y «ser alcanzado por el Mal y morir», les hizo una propuesta: ¿Se podría retrasar la destrucción de Sodoma hasta haber llegado a la ciudad de Soar, la que más lejos estaba de Sodoma? Y, tras aceptar, uno de los emisarios le urgió a que se apresuraran en llegar allí:

«De acuerdo, escápate allá, porque no puedo hacer nada hasta que no llegues a esa ciudad».

Así pues, la calamidad no sólo era predecible y evitable, sino que también se podía posponer; y se podía destruir varias ciudades en diferentes ocasiones. Ninguna catástrofe natural podría haber reunido todas estas características.

El sol se elevaba sobre la Tierra cuando Lot llegó a Soar;
y el Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra, desde los cielos,
azufre y fuego de parte de Yahveh.

Y Él destruyó aquellas ciudades y toda la llanura,
y a todos los habitantes de las ciudades
y toda vegetación que crece del suelo.

Las ciudades, la gente, la vegetación, todo resultó «arrasado» por el arma de los dioses. El calor y el fuego lo chamuscaron todo a su paso; la radiación afectó a las personas incluso en la distancia: la esposa de Lot, ignorando las advertencias de no detenerse y mirar atrás en su huida de Sodoma, se convirtió en un «pilar de vapor».* El «Mal» que Lot temía había caído sobre ella...

* La traducción tradicional y literal del término hebreo Netsiv melah ha sido «pilar de sal», y en la Edad Media se llegó a escribir mucho para explicar el proceso por el cual una persona se podía transformar en sal cristalina. Sin embargo, si -como creemos- la lengua madre de Abraham y Lot era el sumerio, y el acontecimiento se registró no en una lengua semita, sino en sumerio, entonces se nos plantea la posibilidad de una explicación completamente diferente y más plausible acerca de lo que le ocurrió a la mujer de Lot.

En un estudio presentado ante la American Oriental Society en 1918, y en el subsiguiente artículo de Beitráge zur Assyriologie, Paul Haupt demostró concluyentemente que el término sumerio NIMUR significaba tanto sal como vapor, debido al hecho de que las primitivas salinas de Sumer eran ciénagas cercanas al Golfo Pérsico. El narrador hebreo bíblico malinterpretó probablemente el término sumerio debido a que el Mar Muerto recibe el nombre en hebreo de El Mar de Sal, y escribió «pilar de sal» cuando, de hecho, la mujer de Lot se convirtió en un «pilar de vapor».

 

En relación con esto, conviene hacer notar que, en los textos ugaríticos, como por ejemplo en el relato cananeo de Aqhat (con sus muchas similitudes con el relato de Abraham), se describe la muerte de un ser humano a manos de un dios como el «escape de su alma como vapor, como humo por las ventanas de la nariz».

Y, de hecho, en la Epopeya de Erra, que según creemos es el registro sumerio de una destrucción nuclear, se describe la muerte de las personas a manos del dios así:

Haré desvanecerse a las personas,
sus almas se convertirán en vapor.

La desgracia de la mujer de Lot fue la de encontrarse entre aquéllos que se «convirtieron en vapor».

Una a una, las ciudades «que indignaron al Señor» fueron arrasadas, y en cada ocasión, se le permitió escapar a Lot:
Pues cuando los dioses devastaron las ciudades de la llanura,
los dioses se acordaron de Abraham,
y enviaron a Lot lejos de las ciudades de la devastación.

Y, tal como se le había dicho, Lot fue «a vivir a la montaña... y moró en una cueva, él y sus dos hijas con él».

Después de presenciar la ígnea destrucción de toda vida en la llanura del Jordán, y la invisible mano de la muerte que vaporizó a su madre, ¿qué iban a pensar Lot y sus hijas? Pensaron, según se nos dice en la Biblia, que habían presenciado el fin de la humanidad en la Tierra, que ellos tres eran los únicos supervivientes de la especie humana; y de ahí que, la única forma de preservar a la humanidad, consistiera en cometer incesto y que las hijas concibieran hijos de su propio padre...

«Y la mayor le dijo a la menor: 'Nuestro padre es viejo, y no hay ningún hombre en la Tierra que se una a nosotras a la manera de todos en la Tierra; ven, hagamos que nuestro padre beba vino, y luego yaceremos con él, para que así podamos preservar la simiente de la vida de nuestro padre'».

Y, de este modo, ambas se quedaron embarazadas y tuvieron hijos.

La noche anterior al holocausto debió de ser una noche de insomnio para Abraham, preguntándose si encontrarían suficientes Justos en Sodoma como para que las ciudades fueran perdonadas, preguntándose acerca del destino de Lot y de su familia.

«Y Abraham se levanto temprano y fue al lugar en donde había estado en presencia de Yahveh, y miró en dirección a Sodoma y Gomorra, y la región de la llanura; y vio el humo elevarse de la tierra, como de una fogata».

Abraham estaba presenciando una «Hiroshima» y una «Nagasaki» -la destrucción de una llanura fértil y poblada por medio de bombas atómicas. Era el año 2024 a. C.

¿Dónde se encuentran las ruinas de Sodoma y Gomorra en la actualidad?

 

Los antiguos geógrafos griegos y romanos decían que el otrora fértil valle de las cinco ciudades se inundó con posterioridad a la catástrofe. Los expertos modernos creen que la «devastación» de la que se habla en la Biblia provocó una brecha en la costa meridional del Mar Muerto, con lo que las aguas sumergieron las regiones bajas del sur.

 

La porción restante de lo que una vez fue la costa sur se convirtió en un accidente geográfico al que los lugareños llamaron figurativamente el-Lissan («La Lengua»), y el otrora poblado valle de las cinco ciudades se convirtió en la nueva zona sur del Mar Muerto (Fig. 102) que aún lleva el apodo local de «Mar de Lot».

 

Mientras tanto, en el norte, el desplazamiento de las aguas hacia el sur hizo que la línea costera retrocediera.

Fig. 102

 

Los antiguos informes han recibido confirmación en tiempos modernos a través de diversas investigaciones, comenzando por una exhaustiva exploración de la zona en los años veinte a cargo de una misión científica patrocinada por el Instituto Bíblico Pontificio del Vaticano (A. Mallon, Voyage d'Exploration au sud-est de la Mer Morte). Importantes arqueólogos, como W. F. Albright y P. Harland, descubrieron que las poblaciones de las montañas de alrededor de la región se abandonaron repentinamente en el siglo XXI a.C, y no se volvieron a poblar hasta varios siglos más tarde.

 

Y hasta el día de hoy, las aguas de los manantiales de los alrededores del Mar Muerto están contaminadas de radiactividad,

«suficiente para producir esterilidad y otras afecciones, tanto en animales como en personas que las absorban durante unos cuantos años»

(I. M. Blake, «Joshua's Curse and Elisha's Miracle» en The Palestine Exploration Quarterly).

La nube de la muerte, elevándose en los cielos de las ciudades de la llanura, no sólo aterrorizó a Lot y a sus hijas, sino también a Abraham, que no se sintió seguro ni en las montañas de Hebrón, a unos ochenta kilómetros de distancia. En la Biblia se nos dice que levantó su campamento y se trasladó bastante más al oeste, para residir en Guerar.

Por otra parte, ya nunca más se aventuraría a entrar en el Sinaí. Años más tarde, incluso, cuando el hijo de Abraham, Isaac, quiso ir a Egipto debido a una hambruna en Canaán,

«Yahveh se le apareció y le dijo: 'No bajes a Egipto; vive en la tierra que te mostraré'».

El paso a través de la península del Sinaí, por lo que parece, aún no era seguro.

Pero, ¿por qué?

Creemos que la destrucción de las ciudades de la llanura fue sólo una exhibición secundaria: al mismo tiempo, también fue arrasado con armas nucleares el Espaciopuerto de la península del Sinaí, dejando tras de sí una radiación mortal que persistió durante muchos años.

El principal objetivo nuclear estaba en la península del Sinaí; y la víctima real, a la postre, sería el mismo Sumer.

Aunque el fin de Ur no tardó en llegar, su triste destino comenzó a vislumbrarse a partir de la Guerra de los Reyes, acercándose poco a poco, como el repique de un distante tambor -un tambor de ejecución-, cada vez más cerca, creciendo en intensidad de año en año.

 

El Año del Juicio Final -2024 a.C- fue el sexto año del remado de Ibbi-Sin, el último rey de Ur; pero, para encontrar los motivos de la calamidad, una explicación de su naturaleza y los detalles de su alcance, tendremos que remontarnos en los registros de aquellos fatídicos años hasta la época de la guerra.

Tras fracasar en su misión y humillados por dos veces a manos de Abraham -una en Kadesh-Barnea y la otra cerca de Damasco-, los reyes invasores no tardaron en ser apartados de sus tronos. En Ur, Amar-Sin fue sustituido por su hermano Shu-Sin, que ascendió al trono para encontrarse con que la gran alianza se había hecho añicos, y que los hasta entonces aliados de Ur mordisqueaban ahora el imperio que se desmoronaba.

Aunque Nannar e Inanna también habían resultado desacreditados en la Guerra de los Reyes, Shu-Sin puso en ellos su confianza. Fue Nannar, afirman las más antiguas inscripciones de Shu-Sin, el que «pronunció su nombre» para la realeza; era «el amado de Inanna», y ella misma se lo presentó a Nannar (Fig. 103).

 

Shu-Sin alardeaba de que «la Sagrada Inanna, la dotada de sorprendentes cualidades, la Primera Hija de Sin», le había dado armas con las cuales «entablar combate con el país enemigo que no sea obediente». Pero todo esto no fue suficiente para impedir la disgregación del imperio sumerio, y Shu-Sin no tardó en recurrir a los grandes dioses en busca de socorro.

Fig. 103

 

A juzgar por los anales -las inscripciones anuales, con propósitos tanto regios como comerciales y sociales, en las cuales cada año del reinado de un monarca se designaba por el principal acontecimiento de aquel año-, Shu-Sin, en el segundo año de su reinado, buscó los favores de Enki construyéndole un barco especial que surcara los mares hasta el Mundo Inferior.

 

El tercer año del remado fue también de preocupación por buscar el acercamiento a Enki. Pero poco más se sabe de esto, que quizás fuera un subterfugio para pacificar a los seguidores de Marduk y de Nabu; aunque, evidentemente, la intentona fracasó, pues el cuarto y el quinto año presenciaron la construcción de una imponente muralla en la frontera occidental de Mesopotamia, creada específicamente para protegerse de las incursiones de los «Occidentales», los seguidores de Marduk.

A medida que crecía la presión desde el oeste, Shu-Sin recurrió a los grandes dioses de Nippur en busca de perdón y de salvación. Los anales, confirmados por las excavaciones arqueológicas de la Expedición Americana a Nippur, revelan que Shu-Sin emprendió obras masivas de reconstrucción del recinto sagrado de Nippur, a una escala desconocida desde los días de Ur-Nammu. Las obras culminaron con la elevación de una estela en honor de Enlil y Ninlil, «una estela como ningún rey hubiera construido jamás».

 

Shu-Sin buscaba desesperadamente la aceptación, la confirmación de que era «el rey al cual Enlil, en su corazón, había elegido».

 

Pero Enlil no estaba allí para darle respuesta; tan solo Ninlil, la esposa de Enlil, que seguía en Nippur, escuchó las súplicas de Shu-Sin. Compasivamente, respondió,

«para prolongar el bienestar de Shu-Sin, para extender el tiempo de su reinado», le dio un «arma que fulmina con el resplandor... cuyo terrorífico destello alcanza el cielo».

En un texto de Shu-Sin catalogado como «Colección B» se sugiere que, en sus esfuerzos por restablecer los antiguos lazos con Nippur, Shu-Sin pudo intentar reconciliarse con los nippuritas (tales como la familia de Téraj) que habían dejado Ur tras la muerte de Ur-Nammu. El texto afirma que, después de hacer que la región donde estaba situada Jarán «temblara de pánico ante sus armas», se hizo un gesto de paz: Shu-Sin envió allí a su propia hija como prometida (presumiblemente, para el jefe de la región o para su hijo).

 

Posteriormente, ésta volvería a Sumer con un séquito de ciudadanos de la región, «estableciendo una ciudad para Enlil y Ninlil en las fronteras de Nippur». Fue la primera vez «desde los días en que se decretaban los destinos, en que un rey había establecido una ciudad para Enlil y Ninlil», afirmaba Shu-Sin, esperando obviamente las alabanzas. Con la ayuda probable de los repatriados nippuritas, Shu-Sin reinstauró también los altos servicios del templo en Nippur concediéndose a sí mismo el papel y el título de Sumo Sacerdote.

Sin embargo, todo esto sería en vano. En vez de una mayor seguridad, se dieron mayores peligros, y la inquietud por la lealtad de las provincias distantes dio paso a la seria preocupación por el propio territorio de Sumer. «El poderoso rey, el Rey de Ur», dicen las inscripciones de Shu-Sin, se encontró con que el «pastoreo de la tierra» -de la misma Sumer- se había convertido en la principal carga real.

Todavía hubo un último intento por atraer a Enlil de vuelta a Sumer, por encontrar refugio bajo su égida. Parece ser que por consejo de Ninlil, Shu-Sin construyó para la divina pareja «un gran barco de recreo, adecuado para los más largos de los ríos... Lo decoró a la perfección con piedras preciosas», lo equipó con remos de la más fina madera, puntiagudas perchas y un fuerte timón, y lo dotó de todo tipo de comodidades, incluido un lecho nupcial.

 

Después, «puso el barco de recreo en la amplia cuenca que hay frente a la Casa de Placer de Ninlil».

Los aspectos nostálgicos tocaron la fibra del corazón de Enlil, pues él se había enamorado de Ninlil, siendo ésta una joven enfermera, cuando la vio bañándose desnuda en el río; de modo que volvió a Nippur:

Cuando Enlil escuchó [todo esto]
de horizonte a horizonte se apresuró
de sur a norte viajó;
a través de los cielos, sobre la tierra se apresuró,
para gran regocijo con su amada reina, Ninlil.

Sin embargo, el sentimental viaje no fue más que un breve interludio. Se han perdido algunas líneas cruciales antes del final de la tablilla, por lo que se nos ha privado de los detalles de lo que sucedió después. Pero las últimas líneas se refieren a,

«Ninurta, el gran guerrero de Enlil, que confundió al Intruso», al parecer, después de que se descubriera «una inscripción, una malvada inscripción» sobre una efigie en el barco, quizás con la intención de echar una maldición sobre Enlil y Ninlil.

No disponemos de registros que nos hablen de la reacción de Enlil a este desagradable asunto; pero todas las demás evidencias sugieren que abandonó Nippur de nuevo, pero esta vez llevándose a Ninlil con él.

Poco después, -en febrero de 2031 a.C, según nuestro calendario-, todo Oriente Próximo se sobrecogió con un eclipse total de Luna, que veló al satélite durante la noche a lo largo de todo su curso, de horizonte a horizonte. Los sacerdotes del oráculo de Nippur no podían apaciguar la ansiedad de Shu-Sin: era, dijeron en su mensaje escrito, un augurio «para el rey que gobierna las cuatro regiones: su muralla será destruida, Ur quedará desolada».

Rechazado por los grandes dioses de antaño, Shu-Sin se embarcó en una última acción, no se sabe si por despecho o como un último intento por ganarse el apoyo divino, al construir en el recinto sagrado de Nippur un santuario para un joven dios llamado Shara. Éste era hijo de Inanna; y como Lugalbanda, que había llevado este epíteto con anterioridad, también este nuevo Shara («Príncipe») era hijo de un rey; en la inscripción en la que se le dedicaba el templo, Shu-Sin afirmaba ser el padre del joven dios:

«Al divino Shara, héroe celeste, amado hijo de Inanna: su padre Shu-Sin, el rey poderoso, rey de Ur, rey de las cuatro regiones, ha construido para él el templo Shagipada, su amado santuario; vida al rey».

Era el noveno año del reinado de Shu-Sin. También fue el último.

El nuevo soberano en el trono de Ur, Ibbi-Sin, no pudo detener la decadencia y la ruina. Lo único que pudo hacer fue acelerar la construcción de murallas y fortificaciones en el corazón de Sumer, alrededor de Ur y de Nippur; el resto del país quedó desprotegido.

 

En sus propios anales, de los cuales no se ha encontrado ninguno más allá del quinto año (aunque reinó más tiempo), se dice poco de las circunstancias de sus días; mucho más sabemos por el cese de otros mensajes habituales y documentos comerciales.

 

Así, los mensajes de lealtad, que el resto de centros urbanos subordinados debía enviar a Ur cada año, dejaron de llegar uno tras otro. Los primeros en dejar de llegar fueron los mensajes de lealtad de las regiones occidentales; después, al tercer año, fueron las capitales de las provincias orientales. Aquel mismo año, el comercio exterior de Ur «se detuvo de forma significativamente repentina» (según las propias palabras de C J. Gadd, History and Monuments of Ur).

 

En las encrucijadas de recaudación de impuestos de Drehem (cerca de Nippur), donde tomó nota a lo largo de toda la III Dinastía de los envíos de bienes y ganado y de la recaudación de impuestos -registros de los que se han encontrado miles de tablillas de arcilla intactas-, también se detuvo abruptamente la meticulosa anotación durante aquel tercer año.

Ignorando a Nippur, cuyos grandes dioses la habían abandonado, Ibbi-Sin puso su confianza en Nannar e Inanna, proclamándose en su segundo año como Sumo Sacerdote del templo de Inanna en Uruk. Una y otra vez, Ibbi-Sin pidió guía y palabras tranquilizadoras a sus dioses; pero todo lo que escuchaba eran oráculos de destrucción y desolación. En el cuarto año de su reinado, se le dijo que,

«El Hijo en el oeste se elevará... es un augurio para Ibbi-Sin: Ur será juzgada».

En el quinto año, Ibbi-Sin intentó ganar fuerzas convirtiéndose en Sumo Sacerdote de Inanna en su santuario de Ur. Pero tampoco esto le sirvió de ayuda: aquel año, el resto de ciudades de Sumer dejó de enviar mensajes de fidelidad. También fue el último año en que aquellas ciudades entregarían los tradicionales animales para los sacrificios del templo de Nannar en Ur. Dejaron de reconocerse la autoridad central de Ur, sus dioses y su gran templo-zigurat.

Cuando dio comienzo el sexto año, los augurios «referentes a la destrucción» se hicieron más urgentes y concretos.

«Cuando llegue el sexto año, los habitantes de Ur estarán atrapados», decía uno de estos augurios.

La calamidad profetizada llegará, decía otro augurio,

«cuando, por segunda vez, el que se llama a sí mismo Supremo, como uno cuyo pecho ha sido ungido, llegue del oeste». Aquel mismo año, como revelan los mensajes de las fronteras, «occidentales hostiles han entrado en la llanura» de Mesopotamia; éstos, sin encontrar resistencia, no tardaron en «entrar en el interior del país, tomando una a una todas las grandes fortalezas».

A lo único que se pudo aferrar Ibbi-Sin fue a los enclaves de Ur y de Nippur; pero antes de que terminara aquel fatídico sexto año, se detuvieron repentinamente en Nippur las inscripciones que honraban al rey de Ur. El enemigo de Ur y de sus dioses, el «que se llama a sí mismo Supremo», había llegado al corazón de Sumer.

Como los augurios habían predicho, Marduk volvía a Babilonia por segunda vez.

Los 24 años fatídicos -desde que Abraham dejara Jarán, desde que Shulgi fuera sustituido en el trono, desde que comenzara el exilio de Marduk entre los hititas- habían venido a converger en el Año del Juicio Final, 2024 a.C. Tras seguir los relatos independientes, pero interconectados, de Abraham y de Ur y sus últimos tres reyes, seguiremos ahora las huellas de Marduk.

La tablilla en la cual está inscrita la autobiografía de Marduk (que ya hemos citado en parte) prosigue relatando su regreso a Babilonia después de 24 años de estancia en la Tierra de Hatti:

En la tierra de Hatti pedí un oráculo [acerca] de mi trono y mi Señorío;

Allí en medio [pregunté]:

«¿Hasta cuándo?»

24 años, allí en medio, anidé.

Después, en aquel vigésimo cuarto año, recibió un oráculo favorable:
Mis días [de exilio] terminaron;
a mi ciudad [me encaminé];
para mi templo Esagila como un monte [elevar/reconstruir],
para [restablecer] mi imperecedera morada.

Levanté mis talones [hacia Babilonia]
a través... tierras [fui] a mi ciudad
su [¿futuro? ¿bienestar?] establecer,
para [instalar] un rey en Babilonia
en la casa de mi alianza...
en el montañoso Esagil...
creado por Anu...
en el Esagil...
elevar una plataforma...
en mi ciudad...
alegría...

La deteriorada tablilla hace después una relación de ciudades a través de las cuales pasó Marduk en su camino hacia Babilonia. Los poco legibles nombres de las ciudades nos indican que la ruta de Marduk desde Asia Menor hasta Mesopotamia le llevó en un principio hacia el sur, hasta la ciudad de Hama (la bíblica Hamat); después, hacia el este, a través de Mari (ver mapa, pág. 326). Y llegó a Mesopotamia -tal como habían predicho los augurios- desde el oeste, acompañado por partidarios amontas («occidentales»).

Su deseo, prosigue Marduk, era llevar la paz y la prosperidad al país, «alejar el mal y la mala suerte... llevar un amor maternal a la Humanidad». Pero todo se malogró: contra su ciudad, Babilonia, un dios adversario «su ira ha traído». El nombre de este dios enemigo se cita al comienzo de una nueva columna del texto; pero todo lo que ha quedado de él es la primera sílaba: «Divino NIN».

 

Sólo podía estar refiriéndose a Ninurta.

Poco se nos cuenta en esta tablilla de las acciones tomadas por este adversario, pues todos los versículos que vienen después están severamente dañados y el texto se hace ininteligible. Pero podemos extraer algunos de los hilos perdidos en la tercera tablilla de los Textos de Codorlaomor.

 

A pesar de sus aspectos enigmáticos, aquí se nos pinta un cuadro de confusión total, en donde dioses enemigos marchan unos contra otros a la cabeza de sus tropas humanas: los partidarios amoritas de Marduk se abalanzaban por el valle del Eufrates hacia Nippur, y Ninurta organizó las tropas elamitas para combatirles.

A medida que leemos y releemos las crónicas de aquellos difíciles años, nos encontramos con que acusar al enemigo de atrocidades no es una innovación moderna. El texto babilónico -escrito, no lo olvidemos, por un adorador de Marduk- le atribuye a las tropas elamitas, y sólo a ellas, la profanación de templos, incluidos los santuarios de Shamash e Ishtar.

 

Pero el cronista babilónico va aún más lejos: acusa a Ninurta de culpar falsamente a los seguidores de Marduk por la profanación del Santo de los Santos de Enlil en Nippur, lo cual provoca que Enlil tome partido contra Marduk y su hijo Nabu.

Sucedió, dice el texto babilónico, cuando los dos ejércitos enemigos se enfrentaron en Nippur. Fue entonces cuando la ciudad santa fue saqueada, y cuando su santuario, el Ekur, fue profanado. Ninurta acusaba a los seguidores de Marduk de esta mala acción; pero no era así: ¡fue Erra, su aliado, el que lo hizo!

La repentina aparición de Nergal/Erra en la crónica babilónica seguirá siendo un enigma hasta que volvamos a la Epopeya de Erra; pero de lo que no hay duda es de que se cita a este dios en los Textos de Codorlaomor, y de que se le acusa de la profanación del Ekur:

Erra, el inmisericorde,
entró en el recinto sagrado.

Se estableció en el sagrado recinto,
contempló el Ekur.

Abrió la boca, y dijo a sus jóvenes hombres:
«¡Llevaos el botín del Ekur,
llevaos las cosas valiosas,
destruid sus cimientos,
echad abajo el recinto del santuario!»

Cuando Enlil, «noblemente entronizado», supo que su templo había sido destruido, que su santuario había sido profanado, que, «en el santo de los santos, el velo había sido rasgado», se apresuró a volver a Nippur.

«Cabalgando delante de él, había dioses vestidos de brillantez»; él mismo «despedía resplandor como un relámpago», cuando bajó de los cielos (Fig. 104); «hizo temblar el lugar sagrado» cuando descendió al recinto sagrado.

Fig. 104
 

Después, Enlil se dirigió a su hijo, «el príncipe Ninurta», para averiguar quién había profanado el templo. Pero, en lugar de decirle la verdad, que había sido Erra, su aliado, Ninurta apuntó su dedo acusador a Marduk y a sus seguidores...

Al describir la escena, los textos babilónicos afirman que Ninurta, al encontrarse con su padre, actuaba sin el debido respeto: «sin temer por su vida, no se quitó la tiara». A Enlil, «mal le habló-no hubo justicia; se concibió la destrucción». Y así provocado, «Enlil hizo que se planeara el mal contra Babilonia».

Además de las «malas acciones» contra Marduk y Babilonia, también se planeó un ataque contra Nabu y su templo Ezida en Borsippa. Pero Nabu se las ingenió para escapar en dirección oeste, a las ciudades fieles a él que había en las cercanías del Mediterráneo:

Desde Ezida...
Nabu, a dirigir todas sus ciudades
se encaminó;
hacia el Gran Mar se dirigió.

Y aquí, los versículos que siguen en el texto babilónico muestran un paralelismo directo con el relato bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra:

Pero cuando el hijo de Marduk
en el país de la costa estaba,
El-de-el-Viento-Maligno [Erra]
con calor la tierra de la llanura hizo arder.

Ciertamente, estos versículos deben haber tenido una fuente común con la descripción bíblica de la lluvia de «azufre y fuego» que «arrasó aquellas ciudades y toda la llanura».

Tal como atestiguan las referencias bíblicas (por ejemplo, Deuteronomio 29:22-27), la «maldad» de las ciudades de la Llanura del Jordán consistía en que «habían abandonado la alianza del Señor... e iban y servían a otros dioses». Como sabemos ahora por el texto babilónico, las «protestas» (acusaciones) contra ellas se basaban en que se habían pasado al bando de Marduk y de Nabu en aquel último choque entre los dioses enfrentados.

 

Pero, mientras que el texto bíblico lo deja ahí, el texto babilónico añade otro importante detalle: el ataque sobre las ciudades cananeas no sólo pretendía destruir los centros de apoyo a Marduk, sino que también pretendía destruir al propio Nabu, que había ido allí en busca de asilo. Sin embargo, este segundo objetivo no se alcanzó, pues Nabu se las ingenió para escapar a tiempo a una isla del Mediterráneo, donde la gente le aceptó, aunque no era su dios:

Él [Nabu] entró en el gran mar,
se sentó en un trono que no era suyo
[porque] el Ezida, su legítima morada, había sido arrasada.

El cuadro que nos queda, a través de los textos bíblico y babilónico, del cataclismo que asoló el Oriente Próximo de los tiempos de Abraham está mucho más detallado en La Epopeya de Erra (a la cual ya nos hemos referido con anterioridad). Este texto asirio, recompuesto en un principio a partir de los fragmentos encontrados en la biblioteca de Assurbanipal en Nínive, comenzó a tomar forma y significado a medida que se iban descubriendo más versiones fragmentadas en otras excavaciones arqueológicas.

 

Por el momento, queda definitivamente establecido que el texto se inscribió en cinco tablillas; y, a pesar de las fracturas, de las líneas perdidas o incompletas e incluso del desacuerdo entre los expertos acerca de adonde pertenece cada fragmento, se han conseguido compilar dos amplias traducciones: Das Era-Epos, de P. F. Góssmann, y L'Epopea di Erra de L. Cagni.

La Epopeya de Erra no sólo explica la naturaleza y las causas del conflicto que llevó a la liberación del Arma Definitiva contra unas ciudades habitadas y al intento de aniquilar a un dios (Nabu) del que se creía que se ocultaba allí. También deja claro que tan extremas medidas no se tomaron a la ligera.

Sabemos por otros textos que los grandes dioses, en aquellos tiempos de aguda crisis, estaban reunidos en una continua Asamblea de Guerra, en comunicación constante con Anu:

«Anu a la Tierra las palabras hablaba, la Tierra a Anu las palabras pronunciaba».

La Epopeya de Erra aporta la información de que, antes de que se utilizaran tan terribles armas, tuvo lugar un enfrentamiento más entre Nergal/Erra y Marduk, en el cual Nergal utilizó diversas amenazas para persuadir a su hermano de que dejara Babilonia y cediera en sus pretensiones de Supremacía.

Pero esta vez, no consiguió persuadirle; y, de regreso a la Asamblea de los Dioses, Nergal recomendó el uso de la fuerza para expulsar a Marduk. Por los textos sabemos que las discusiones fueron acaloradas y ásperas; «durante un día y una noche, sin cesar» prosiguieron. Una discusión especialmente violenta se desató entre Enki y su hijo Nergal, en la cual Enki se puso de parte de su hijo primogénito:

«Ahora que el Príncipe Marduk se ha elevado, ahora que el pueblo por segunda vez ha elevado su imagen, ¿por qué Erra sigue oponiéndose?», preguntó Enki.

Al final, tras perder la paciencia, Enki le gritó a Nergal que se apartara de su presencia.

Enojado, Nergal volvió a sus dominios.

«Consultando consigo mismo», se decidió a soltar las terroríficas armas:

 

«Las tierras destruiré, las convertiré en un montón de polvo; arrasaré las ciudades, las convertiré en desolación; aplanaré las montañas, haré desaparecer a los animales; agitaré los mares, lo que se mueve en ellos diezmaré; haré que se desvanezca la gente, sus almas se convertirán en vapor; nadie será perdonado...».

Por un texto conocido como CT-XVI-44/46 sabemos que fue Gibil, cuyos dominios en África eran adyacentes a los de Nergal, el que alertó a Marduk de los destructivos planes que tramaba aquél. Era de noche, y los grandes dioses se habían retirado para descansar. Fue entonces cuando Gibil,

«estas palabras dijo a Marduk» respecto a las «siete terroríficas armas que por Anu fueron creadas;... La maldad de estas siete contra ti se están poniendo», le dijo a Marduk.

Alarmado, Marduk le preguntó a Gibil dónde se guardaban las terribles armas.

«Oh, Gibil», le dijo, «esas siete, ¿dónde nacieron, dónde se crearon?».

A lo cual Gibil reveló que estaban ocultas bajo el suelo:

Esas siete, en la montaña moran,
en una cavidad dentro de la tierra habitan.

Desde este lugar, con resplandor saldrán,
de la Tierra al Cielo, vestirán de terror.

Pero, ¿dónde exactamente estaba este lugar? Marduk preguntó una y otra vez; y todo lo que Gibil le pudo decir fue que «hasta a los dioses sabios les es desconocido».

Entonces, Marduk acudió a su padre, Enki, con la temible noticia.

«En la casa de su padre Enki entró». Enki yacía sobre el diván, en la cámara a la cual se retiraba por la noche. «Padre mío», le dijo Marduk, «Gibil me ha dicho esto: la llegada de las siete [armas] ha descubierto». Tras contarle a su sapientísimo padre las malas noticias, le urgió: «¡Hay que buscar su lugar, date prisa!».

Los dioses no tardaron en volverse a reunir, pues ni siquiera Enki conocía el emplazamiento exacto en el que se ocultaban las Armas Definitivas. Pero, para su sorpresa, no todos los demás dioses quedaron tan impactados como él. Enki se pronunció con fuerza contra la idea, urgiendo a que se tomaran medidas para detener a Nergal, pues la utilización de las armas, señaló, «desolaría las tierras, a la gente haría perecer». Nannar y Utu vacilaron ante las palabras de Enki; pero Enlil y Ninurta estaban por la acción decidida. Y así, con la Asamblea de los Dioses sumida en el desconcierto, se le dejó la decisión a Anu.

Cuando por fin Ninurta llegó al Mundo Inferior con el mensaje de lo decidido por Anu, se encontró con que Nergal ya había ordenado cebar «las siete terroríficas armas» con sus «venenos» -sus cabezas nucleares. Aunque en la Epopeya de Erra se siguen refiriendo a Ninurta por el epíteto lshum («El Abrasador»), también se cuenta con gran detalle que Ninurta le aclaró a Nergal/Erra que las armas sólo se podían utilizar contra objetivos específicamente aprobados; que, antes de que se utilizaran, había que avisar a los dioses anunnaki que hubiera en los lugares seleccionados y a los dioses igigi que tripulaban la plataforma espacial y la lanzadera; y que, por último, pero no menos importante, la humanidad tenía que ser perdonada, pues «Anu, señor de los dioses, se compadece del país».

Al principio, Nergal se resistió a la idea de advertir previamente a nadie, y el antiguo texto se extiende en relatar las duras palabras que se cruzaron ambos dioses. Al final, Nergal accedió a advertir con antelación a los anunnaki y a los igigi que tripulaban las instalaciones espaciales, pero no a Marduk ni a su hijo Nabu, ni a los seguidores humanos de Marduk.

 

Entonces, Ninurta, intentando disuadir a Nergal de una aniquilación indiscriminada, utilizó una argumentación idéntica a la que, en la Biblia, se le atribuye a Abraham, cuando intentó que se perdonara a Sodoma:

Valeroso Erra,
¿Destruirías a los justos con los injustos?
¿Destruirías a los que han pecado contra ti
junto con aquéllos que no han pecado contra ti?

A través de la adulación, las amenazas y la lógica, los dos dioses argumentaron a favor y en contra sobre la extensión de la destrucción. Más que Ninurta, era Nergal el que se consumía en un odio personal:

«¡Aniquilaré al hijo, y dejaré que el padre lo entierre; después, mataré al padre, y no dejaré que nadie lo entierre!», gritó.

Con mucha diplomacia, indicando la injusticia de una destrucción indiscriminada -y los méritos estratégicos de una selección de objetivos-, Ninurta consiguió por fin convencer a Nergal.

«Escuchó las palabras pronunciadas por lshum [Ninurta]; sus palabras le atraían como aceite fino».

Accediendo a dejar sólo los mares, a dejar fuera del ataque a Mesopotamia, modificó al fin sus planes: la destrucción sería selectiva; el objetivo táctico consistiría en destruir las ciudades donde pudiera ocultarse Nabu; el objetivo estratégico sería denegarle a Marduk su mayor trofeo -el Espaciopuerto, «el lugar desde donde los Grandes ascienden»:

Enviaré un emisario de ciudad en ciudad;
el hijo, semilla de su padre, no escapará;
su madre dejará de reír...
no habrá acceso al lugar de los dioses:
el lugar desde donde los Grandes ascienden
arrasaré.

Cuando Nergal acabó de exponer sus planes de destrucción del Espaciopuerto, Ninurta se había quedado sin palabras. Pero, como otros textos afirman, Enlil aprobó el plan cuando se le expuso para que tomara una decisión; y, al parecer, también lo hizo Anu.

 

Sin perder más tiempo, Nergal instó a Ninurta a ponerse en marcha:

Después, el héroe Erra se adelantó a lshum,
recordando sus palabras;
lshum también salió,
de acuerdo con la palabra dada,
con el corazón en un puño.

Su primer objetivo era el Espaciopuerto, su complejo de mando oculto en el «Monte Más Supremo» y las pistas de aterrizaje que se extendían en la gran llanura adyacente:

lshum se dirigió al Monte Más Supremo;
las Siete Terroríficas, [armas] sin par,
le siguieron por detrás.

El héroe llegó al Monte Más Supremo;
levantó la mano-
el monte fue aplastado;
la llanura junto al Monte Más Supremo
arrasó después;
en sus bosques, no quedó en pie ni el tallo de un árbol.

Y así, con un ataque nuclear, fue arrasado el Espaciopuerto, aplastado el monte en el cual se ocultaban sus controles y asolada la llanura en donde estaban las pistas... Fue una hazaña de destrucción, según atestiguan las crónicas, la que llevó a cabo Ninurta (lshum).

Entonces, llegó el turno de Nergal (Erra), para dar salida a sus ansias de venganza. Guiándose desde la península del Sinaí hasta las ciudades cananeas por la Calzada del Rey, Erra las arrasó.

 

Las expresiones utilizadas en la Epopeya de Erra son casi idénticas a las utilizadas en el relato bíblico de Sodoma y Gomorra:

Entonces, imitando a lshum,

Erra siguió la Calzada del Rey.
Acabó con las ciudades,
en desolación las convirtió.

A las montañas llevó el hambre,
hizo perecer a los animales.

Los versículos que siguen pueden estar describiendo la formación de la nueva extensión del Mar Muerto, por la ruptura de la costa meridional, y la eliminación de toda la vida marina que había en él:

Él cavó a través del mar,
lo dividió en su totalidad.

Todo lo que vive en él,
hasta los cocodrilos
lo marchitó.

Como con fuego abrasó a los animales,
sus cereales convirtió en polvo.

Así pues, La Epopeya de Erra abarca los tres aspectos del acontecimiento nuclear:

  • la destrucción del Espaciopuerto del Sinaí

  • la «aniquilación» («arrasamiento» en la Biblia) de las ciudades de la llanura del Jordán

  • la brecha del Mar Muerto que trajo como consecuencia su extensión por el sur

Sería de esperar que hubiera constancia de tan singular acontecimiento destructivo en más de un texto; y, ciertamente, también nos hemos encontrado con descripciones y recuerdos de la catástrofe nuclear en otros textos.

Uno de ellos (el conocido como K.5001, publicado en Oxford Editions of Cuneiform Texts, vol. VI) resulta especialmente valioso, debido a que está en el original sumerio y, además, es un texto bilingüe en el cual el sumerio va acompañado por una traducción, línea por línea, en acadio.

 

Indudablemente, es uno de los textos más antiguos sobre este tema; y, por sus términos, da la impresión de que sea éste u otro original sumerio similar el que sirvió como fuente para el relato bíblico. Dirigido a un dios cuya identidad no queda clara en este fragmento, dice:

Señor, portador del Abrasador
que quema al adversario;
que aniquiló al país desobediente;
que marchitó la vida de los seguidores de la Palabra Malvada;
que hizo llover piedras y fuego sobre los adversarios.

La acción que llevaran a cabo los dos dioses, Ninurta y Nergal, cuando los anunnaki que custodiaban el Espaciopuerto, advertidos de antemano, tuvieron que escapar «ascendiendo a la bóveda celeste», se registró en un texto babilónico en el cual un rey recordaba los trascendentales acontecimientos que habían tenido lugar «en el reinado de un rey anterior».

 

Éstas son sus palabras:

En aquel tiempo,
en el reinado de un rey anterior,
las cosas cambiaron.

Lo bueno se fue, el sufrimiento era habitual.

El Señor [de los dioses] se enfureció,
concibió la ira.

Él dio la orden:
los dioses de aquel lugar lo abandonaron...
Los dos, incitados para perpetrar el mal,
hicieron que los guardianes se quedaran aparte;
sus protectores subieron a la bóveda celeste.

El Texto de Codorlaomor, que identifica a los dos dioses por su epítetos como Ninurta y Nergal, lo cuenta así:

Enlil, entronizado en la nobleza,

se consumía de furia.

Los devastadores sugirieron el mal de nuevo;
el que abrasa con fuego [Ishum/Ninurta]
y el del viento maligno [Erra/Nergal]
llevaron a cabo juntos su mal.

Los dos hicieron huir a los dioses,
les hicieron huir del abrasador.

El objetivo, de donde hicieron huir a los dioses guardianes, era el Lugar de Lanzamiento:

Lo que se elevó hacia Anu
para lanzar hicieron que se marchitara;
hicieron desvanecerse su superficie,
su lugar desolaron.

Y así, el Espaciopuerto, el trofeo por el cual se habían llevado a cabo tantas Guerras de los Dioses, quedó arrasado; el Monte en el que estaban alojadas las instalaciones de control fue aplastado; las plataformas de lanzamiento se desvanecieron de la faz de la Tierra; y la llanura cuyo duro suelo habían utilizado las lanzaderas como pista, fue arrasada, no quedando ni un solo árbol en pie.
 

Ya no se volvería a ver aquel gran lugar nunca más... pero la cicatriz que se hiciera sobre la faz de la Tierra aquel terrible día ¡aun se puede ver en nuestros días!

Fig. 105

 

Es una inmensa cicatriz, tan inmensa que sus rasgos sólo se pueden ver desde los cielos, pues se reveló hace pocos años, cuando los satélites comenzaron a fotografiar la Tierra (Fig. 105). Es una cicatriz para la cual los científicos aún no han encontrado una explicación.

Al norte de este enigmático rasgo de la superficie de la península del Sinaí, se extiende la llanura central del Sinaí -los restos de un lago de una era geológica anterior; su suelo, duro y liso, es ideal para el aterrizaje de una lanzadera- por la misma razón que el desierto de Mojave en California y la base de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas de Edwards resultaban ideales para el aterrizaje de las lanzaderas espaciales de los Estados Unidos.

Desde esta gran llanura de la península del Sinaí -cuyo duro suelo sirvió de escenario para algunas batallas de tanques en la historia reciente-, se pueden ver en la distancia las montañas que la rodean y le dan su forma ovalada. Las montañas de caliza se ciernen blanquecinas sobre el horizonte, pero allá donde la gran llanura central se une con la inmensa cicatriz del Sinaí, el tono de la llanura -negro- crea un fuerte contraste con la blancura de los alrededores (Fig. 106).

Fig. 106

 

El negro no es un tono natural en la península del Sinaí, donde la blancura de la caliza y el tono rojizo de la arenisca se combinan para fascinar la mirada con tonos que van del amarillo brillante al gris claro y el marrón oscuro, pero no el negro, que llega a la naturaleza a través del basalto.
 

Sin embargo, aquí, en la llanura central, al nor-noreste de la enigmática y gigantesca cicatriz, el color del suelo es negro, a causa -tal como muestra la fotografía- de millones y millones de pedazos de roca ennegrecida, esparcidas como por una mano gigante por toda la región (Fig. 107).

Fig. 107

 

No se ha dado ninguna explicación para tan colosal cicatriz sobre la superficie de la península del Sinaí, desde que fuera observada desde los cielos y fotografiada por los satélites de la NASA. No se ha dado ninguna explicación para los pedazos de roca ennegrecida que se esparcen por esta zona en la llanura central.

 

Ninguna explicación, a menos que uno lea los versículos de los textos antiguos y acepte nuestra conclusión de que, en tiempos de Abraham, Nergal y Ninurta barrieron el Espaciopuerto que había allí con sus armas nucleares:

«Lo que se elevó hacia Anu para lanzar, hicieron que se marchitara; hicieron desvanecerse su superficie, su lugar desolaron».

Y el Espaciopuerto, así como las Ciudades Malvadas, nunca más existieron.

Bastante más al oeste, en Sumer, no se sintieron ni se vieron las explosiones nucleares ni sus brillantes resplandores. Pero lo que hicieran Nergal y Ninurta quedaría anotado, pues acabaría teniendo un profundo efecto en Sumer, en sus gentes y en su propia existencia.

Pues, a pesar de todos los esfuerzos de Ninurta por disuadir a Nergal para que no causara daños a la humanidad, ésta se vio inmersa en un gran sufrimiento con posterioridad. Aunque no había sido su intención, la explosión nuclear provocó un gigantesco viento, un viento radiactivo que comenzó como un torbellino:

Una tormenta, el Viento Maligno, recorrió los cielos.

El torbellino radiactivo comenzó a difundirse y a moverse en dirección oeste, con los vientos predominantes del Mediterráneo; poco después, los augurios que predecían el fin de Sumer se hicieron realidad; y el mismo Sumer se convirtió en la postrera víctima nuclear.

La catástrofe que hizo caer a Sumer a finales del sexto año de reinado de Ibbi-Sin se describe en varios Textos de Lamentación -largos poemas que lloran el hundimiento de la majestuosa Ur y de los otros centros de la gran civilización sumeria. Estas lamentaciones sumerias, que nos recuerdan el bíblico Libro de las Lamentaciones en donde se llora la destrucción de Jerusalén a manos de los babilonios, llevaron a pensar a los expertos que las tradujeron que la catástrofe sumeria fue también el resultado de una invasión, en la cual se enfrentaron tropas elamitas y amoritas.

Cuando se encontraron las primeras tablillas de lamentaciones, los expertos creyeron que había sido sólo Ur la que había sufrido la destrucción, por lo que titularon las traducciones de manera acorde. Pero, con el descubrimiento de más de estos textos, se percataron de que Ur no había sido la única ciudad afectada, ni el punto central de la catástrofe. Estas lamentaciones, no sólo eran similares a los llantos por el destino de Nippur, Uruk o Eridú, sino que, además, en algunos de los textos se ofrecían listas de las ciudades afectadas; y parecía de que el mal comenzaba por el sudoeste y se extendía en dirección nordeste, abarcando la totalidad del sur de Mesopotamia.

 

Daba la impresión de que una catástrofe generalizada y repentina había caído sobre todas las ciudades, no en lenta sucesión, como sucedería en el caso de una progresiva invasión, sino de una vez. Expertos como Th. Jacobsen (The Reign of Ibbi-Sin) llegaron a la conclusión de que los «invasores bárbaros» no habían tenido nada que ver con tan «estremecedora catástrofe», una calamidad de la que dijo que resultaba «realmente muy enigmática».

«Sólo el tiempo dirá si llegaremos a saber con claridad lo que sucedió en aquellos años», escribió Jacobsen, «pues estamos convencidos de que el relato completo de lo sucedido aún está lejos de nuestro alcance».

Pero se puede resolver el enigma, y se puede poner al alcance el relato completo, si relacionamos la catástrofe de Mesopotamia con la explosión nuclear del Sinaí.

Los textos, excepcionales por su longitud y, en muchos casos, también por su excelente estado de conservación, suelen comenzar con un lamento por el abandono repentino de todos los recintos sagrados de Sumer por parte de los distintos dioses, sus templos «abandonados al viento».

 

Después, se describe vividamente la desolación provocada por la catástrofe con versos como éstos:

Llevando la desolación a las ciudades,
[llevando] la desolación a las casas;
llevando la desolación a los corrales,
el vacío a los rediles;
ya no hay bueyes en los corrales de Sumer,
las ovejas ya no holgan en sus rediles;
sus ríos corren con aguas amargas,
en sus campos de cultivo crecen las malas hierbas,
en sus estepas crecen plantas que se marchitan.

En ciudades y aldeas,

«la madre no cuida ya de sus hijos, el padre no dice ya 'Oh, esposa mía'... los pequeños ya no crecen con las rodillas fuertes, ni las niñeras cantan sus nanas... la realeza se ha arrebatado de la tierra».

Antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, antes de que Hiroshima y Nagasaki fueran aniquiladas con armas atómicas llovidas del cielo, se podía leer aún el relato bíblico de Sodoma y Gomorra y aceptar la tradicional lluvia de «azufre y fuego» por falta de una explicación mejor.

Para los expertos que aún no se habían enfrentado a lo terrorífico de las armas nucleares, los textos sumerios de lamentaciones les hablaban (como estos expertos los titularon) de la «Destrucción de Ur» o la «Destrucción de Sumer».

 

Pero no es eso lo que describen estos textos: describen una desolación, no una destrucción.

  • las ciudades seguían allí, pero sin gente

  • los corrales estaban allí, pero sin animales

  • los rediles seguían existiendo, pero vacíos

  • los ríos corrían, pero sus aguas se habían hecho amargas

  • los campos aún se extendían, pero sólo crecían en ellos las malas hierbas

  • y en las estepas brotaban las plantas, pero sólo para marchitarse.

Invasión, guerra, asesinato; todos estos males eran bien conocidos para la humanidad de entonces; pero, tal como especifican los textos de lamentación, esto fue algo único, algo que nunca antes se había experimentado:

Sobre el País [Sumer] cayó una calamidad, desconocida para el hombre: una calamidad que nunca antes se había visto, que no se podía resistir.

La muerte no fue a manos del enemigo; era una muerte invisible,

«que recorre la calle, que queda suelta en el camino; se yergue junto a un hombre, y sin embargo nadie puede verla; cuando entra en una casa, nadie se entera».

No había defensa contra este,

«mal que ha arremetido contra el país como un fantasma:... La muralla más alta, los muros más gruesos, atraviesa como una inundación; no hay puerta que pueda impedirle el paso, ni cerrojo que le haga dar la vuelta; a través de la puerta, como una serpiente se desliza; a través de las bisagras, como el viento entra».

Los que se ocultaron tras las puertas, fueron derribados dentro; los que subieron corriendo a los tejados, murieron en los tejados; los que huyeron a las calles, fueron alcanzados en las calles:

«La tos y la flema debilitaban el pecho, la boca se llenaba de saliva y espuma... se quedaban mudos y aturdidos, una maligna parálisis... una maldición, un dolor de cabeza... sus espíritus abandonaban sus cuerpos».

Y la muerte era espantosa:

La gente, aterrorizada, difícilmente podía respirar;
el Viento Maligno los atenazaba,
no les concedía otro día...

Las bocas se anegaban en sangre,
las cabezas se revolcaban en sangre...

El rostro palidecía con el Viento Maligno.

El origen de esta muerte invisible era una nube que apareció en los cielos de Sumer y «cubrió el país como con un manto, extendiéndose sobre él como una sábana». Con tonos marrones, durante el día, «al sol en el horizonte lo cubría de oscuridad». Por la noche, luminosa en sus bordes («Con un estremecedor resplandor cubría la tierra»), tapaba la Luna: «de la Luna extinguía su salida».

 

La nube mortal -«envuelta en terror, sembrando el miedo en todas partes»-, se trasladó de oeste a este hasta llegar a Sumer, empujada por un viento ululante, «un gran viento que se acelera en las alturas, un viento maligno que asola el país».

Sin embargo, no era un fenómeno natural.

 

Era «una gran tormenta enviada por Anu... había llegado desde el corazón de Enlil». El producto de las siete terroríficas armas, «en un único desove se engendró... como el amargo veneno de los dioses; en el oeste se engendró». El Viento Maligno, «llevando la penumbra de ciudad en ciudad, transportando densas nubes que traían la penumbra desde el cielo», era el resultado de un «luminoso resplandor»:

«Desde en medio de las montañas había descendido sobre la tierra, desde la Llanura de No Compasión había llegado».

Aunque la gente estaba desconcertada, los dioses conocían las causas del Viento Maligno:

Un estallido maligno anunciaba la siniestra tormenta,
un estallido maligno era el precursor ,
de la siniestra tormenta;
poderosa descendencia,
hijos valientes eran los heraldos de la peste.

Los dos hijos valientes -Ninurta y Nergal- soltaron «en un único desove» las siete armas mortales creadas por Anu, «desarraigándolo todo, arrasándolo todo» en el lugar de la explosión. Las antiguas descripciones son tan vividas y precisas como las descripciones modernas de los testigos presenciales de una explosión atómica:

tan pronto como las «terroríficas armas» fueron lanzadas desde los cielos, hubo un inmenso resplandor: «esparcieron impresionantes rayos hacia los cuatro puntos de la tierra, abrasándolo todo como el fuego», dice en un texto; en otro, una lamentación sobre Nippur, se recuerda «la tormenta, en el destello de un relámpago creada».

Después, se elevó en el cielo un hongo atómico -«una nube densa que trae la oscuridad»-, seguido de «fuertes ráfagas de viento... una tempestad que abrasa furiosamente los cielos».

 

Más tarde, los vientos predominantes, soplando de oeste a este, se pusieron a difundir el mal en Mesopotamia: «las densas nubes que traen la penumbra del cielo, que llevan la penumbra de ciudad en ciudad».

Y no uno, sino varios textos atestiguan que el Viento Maligno, que llevaba la nube de la muerte, fue generado por unas gigantescas explosiones en un día para el recuerdo:

En aquel día
cuando el cielo fue aplastado
y la Tierra fue herida,
su faz asolada por el remolino,
cuando los cielos se oscurecieron
y cubrieron como con una sombra...

Los textos de lamentación identifican el lugar de las terribles explosiones «en el oeste», cerca del «seno del mar» -una gráfica descripción de la curva costa del Mediterráneo en la península del Sinaí-, desde una llanura «en medio de las montañas», una llanura que se convirtió en un «Lugar de No Compasión». Era un lugar que había servido antes como Lugar de Lanzamiento, el lugar desde el cual los dioses ascendían hasta Anu. Además, también se hablaba de un monte en muchas de estas indicaciones de lugar.

 

En La Epopeya de Erra, el monte cercano al «lugar desde el cual los Grandes ascienden» recibía el nombre de «el Monte Más Supremo»; en una de las lamentaciones se le llamaba el «Monte de los Túneles Ululantes». Este último epíteto nos recuerda las descripciones que aparecen en los Textos de la Pirámide acerca del monte con empinados túneles y pasadizos subterráneos al cual iban los faraones egipcios en busca de la otra vida. En Escalera al Cielo, lo identificamos con el monte al cual llegó Gilgamesh en su viaje al Lugar de las Naves Voladoras, en la península del Sinaí.

Partiendo desde este monte, un texto de lamentación afirma que la mortífera nube de la explosión fue transportada por los vientos hacia el este «hasta la frontera de Anshan», en los Montes Zagros, afectando a todo Sumer, desde Eridú, en el sur, hasta Babilonia, en el norte. La muerte invisible se movió lentamente sobre Sumer, durando su paso unas 24 horas -un día y una noche que se recordarían en los lamentos, como en éste de Nippur:

«En aquel día, en aquel único día; en aquella noche, en aquella única noche... la tormenta, en un destello de relámpago creada, al pueblo de Nippur dejó postrado».

El Lamento de Uruk describe vividamente la confusión sembrada tanto entre los dioses como entre el pueblo. Diciendo que Anu y Enlil anularon a Enki y a Ninki cuando «determinaron el consenso» para el empleo de las armas nucleares, el texto afirma después que ninguno de los dioses había previsto tan terribles consecuencias:

«Los grandes dioses empalidecieron ante su inmensidad» cuando presenciaron los «rayos gigantes» de la explosión «alcanzar el cielo [y] la tierra temblar en su centro».

Cuando el Viento Maligno comenzó a «esparcirse por las montañas como una red», los dioses de Sumer emprendieron la huida a sus amadas ciudades. En el texto conocido como Lamentación Sobre la Destrucción de Ur se hace una relación de todos los grandes dioses y de algunos de sus más importantes hijos e hijas que «abandonaron al viento» las ciudades y los grandes templos de Sumer. Y el texto llamado Lamentación Sobre la Destrucción de Sumer y Ur añade detalles dramáticos a esta huida precipitada.

 

Así, «Ninharsag lloraba con amargas lágrimas» cuando huyó de Isin; Nanshe gritaba, «Oh, mi devastada ciudad» cuando «el lugar en donde moraba cayó en la desgracia». Inanna salió apresuradamente de Uruk, navegando en dirección a África en un «barco sumergible», lamentándose de haber dejado atrás sus joyas y otras posesiones...

 

En su propia lamentación por Uruk, Inanna/Ishtar lloraba la desolación de su ciudad y su templo, debido al Viento Maligno «que en un instante, en un abrir y cerrar de ojos se había creado en el medio de las montañas», y contra el cual no había defensa alguna.

Una sobrecogedora descripción del miedo y la confusión reinante, tanto entre dioses como entre hombres, ante la inminencia del Viento Maligno, se da en El Lamento de Uruk, que fue escrito años después, cuando llegó el tiempo de la Restauración.

 

Cuando los «leales ciudadanos de Uruk cayeron presa del terror», las deidades residentes de Uruk, a cuyo cargo estaba la administración y el bienestar de la ciudad, hicieron sonar la alarma.

«¡Levantaos!», llamaron a la gente en mitad de la noche; huid, «¡ocultaos en la estepa!», les dijeron.

E, inmediatamente, los mismos dioses, «las deidades huyeron... tomaron senderos desconocidos». Y el texto afirma con pesimismo:

Así, todos sus dioses evacuaron Uruk;
se mantuvieron lejos de ella;
se ocultaron en las montañas,
escaparon a las distantes llanuras.

En Uruk, el pueblo fue abandonado al caos, sin dirección ni ayuda. «El pánico se apoderó de la muchedumbre en Uruk... su sentido común se distorsionó». Entraron en los santuarios rompiéndolo todo, mientras se preguntaban:

«¿Por qué parece tan lejano el benévolo ojo de los dioses? ¿Quién ha provocado todo este pesar y lamento?».

Pero sus preguntas quedaron sin respuesta; y, cuando la Tormenta Maligna pasó, «el pueblo fue amontonado en pilas... el silencio cayó sobre Uruk como un manto».

Por El Lamento de Eridú sabemos que Ninki huyó de su ciudad hasta un puerto seguro de África:

«Ninki, su gran dama, volando como un ave, dejó su ciudad».

Pero Enki se alejó de Eridú sólo lo suficiente como para apartarse del camino del Viento Maligno, pero lo suficientemente cerca como para ver su destino:

«Su señor permaneció fuera de la ciudad... el Padre Enki permaneció fuera de la ciudad... por el destino de su herida ciudad lloró amargas lágrimas».

Muchos de sus súbditos leales le siguieron, acampando en las cercanías. Durante un día y una noche observaron a la tormenta «poner su mano» sobre Eridú.

Después de que «la tormenta portadora de mal saliera de la ciudad, barriendo los campos», Enki entró en Eridú; se encontró con una ciudad «cubierta con el silencio... sus habitantes yacían amontonados». Aquéllos que se salvaron le dirigieron un lamento:

«¡Oh, Enki», lloraban, «tu ciudad ha sido maldecida, ha sido convertida en un territorio extraño!», y sollozaban preguntándose adonde ir y qué hacer.

Pero, aunque el Viento Maligno había pasado, el lugar seguía siendo inseguro, y Enki «se quedó fuera de la ciudad, como si fuera una ciudad extraña». Más tarde, «abandonando la casa de Eridú», Enki llevó a «aquéllos que habían salido de Eridú» al desierto, «hacia una tierra hostil»; allí, utilizó sus conocimientos científicos para hacer comestible el «árbol desagradable».

Desde el extremo norte de la amplia extensión del Viento Maligno, desde Babilonia, Marduk, preocupado, le envió a su padre Enki un mensaje urgente, ante la inminencia de la llegada de la nube de la muerte a su ciudad: «¿Qué debo hacer?», preguntaba. El consejo de Enki, que más tarde Marduk transmitiría a sus seguidores, fue que aquéllos que pudieran abandonar la ciudad, que lo hicieran, pero que fueran sólo hacia el norte; y, en la misma línea del consejo que le dieran los dos emisarios a Lot, a la gente que huía de Babilonia se le aconsejó «no volverse ni mirar atrás».

 

También se les dijo que no llevaran consigo alimentos ni bebida, pues estos podrían haber sido «tocados por el fantasma». Si no era posible la huida, Enki aconsejaba ocultarse bajo tierra:

«Métete en una cámara bajo la tierra, en la oscuridad», hasta que el Viento Maligno haya pasado.

El lento avance de la tormenta casi le cuesta caro a algunos de los dioses. En Lagash, «madre Bau sollozaba amargamente por su templo sagrado, por su ciudad».

 

Aunque Ninurta se había ido, a su esposa le costaba dejar la ciudad. «Oh, mi ciudad. Oh, mi ciudad», seguía llorando, mientras se quedaba atrás. La demora casi le cuesta la vida:

En aquel día, la dama-la tormenta la alcanzó;
Bau, como si fuera una mortal-la tormenta la alcanzó...

En Ur, sabemos por las lamentaciones (una de las cuales la compuso la misma Ningal), que Nannar y Ningal se negaban a creer que el fin de Ur era irrevocable. Nannar le dirigió una larga y emocionada súplica a su padre Enlil, en busca de soluciones para evitar la calamidad.

 

Pero «Enlil le respondió a su hijo Sin» que no se podía cambiar el destino:

A Ur se le concedió la realeza -no se le concedió un reinado eterno. Desde la antigüedad, cuando se fundó Sumer, hasta el presente, cuando el pueblo se ha multiplicado- ¿Quién ha visto nunca una realeza que reine eternamente?

Mientras aquella súplica se pronunciaba, recuerda Ningal en su largo poema, «la tormenta seguía avanzando, con su maligno ulular sometiéndolo todo». Era de día cuando el Viento Maligno llegó hasta Ur; «aunque de aquel día aún tiemblo», escribió Ningal, «del fétido olor de aquel día no huimos».

 

Cuando llegó la noche, «un amargo lamento se elevó» en Ur; sin embargo, el dios y la diosa se quedaron; «del horror de aquella noche no huimos», afirmaba la diosa. Después, la aflicción llegaría al gran zigurat de Ur, y Ningal se daría cuenta de que Nannar «se había visto sorprendido por la tormenta maligna».

Ningal y Nannar pasaron una noche de pesadilla, una noche que Ningal juraría no olvidar nunca. Pasaron la noche en la «casa termita» (cámara subterránea) dentro del zigurat. Fue al día siguiente, cuando «la tormenta se había ido de la ciudad», que «Ningal, con el fin de salir de su ciudad... se puso precipitadamente un vestido», y junto con el afectado Nannar salieron de la ciudad que tanto amaban.

Mientras partían, vieron la muerte y la desolación:

«la gente, como fragmentos de cerámica, llenaba las calles de la ciudad; en sus nobles puertas, allí donde iban a pasear, había cadáveres por todas partes; en sus bulevares, donde se celebraban las fiestas, yacían esparcidos; en sus plazas, donde tenían lugar las festividades de la tierra, la gente yacía amontonada».

Los muertos no eran enterrados: «los cadáveres, como manteca bajo el sol, se derretían por sí mismos».

Después, Ningal elevaría su gran lamentación por Ur, la que fuera majestuosa ciudad, capital de Sumer, capital de un imperio:

Oh, casa de Sin en Ur,
amarga es tu desolación...

¡Oh, Ningal, cuya tierra ha perecido,
haz tu corazón como agua!

La ciudad se ha convertido en una ciudad extraña,
¿cómo se puede existir ahora?

La casa se ha convertido en casa de lágrimas,
hace mi corazón como agua...

Ur y sus templos
han sido entregados al viento.

Todo el sur de Mesopotamia había quedado postrado; el suelo y las aguas envenenados por el Viento Maligno:

«En las riberas del Tigris y el Eufrates, sólo crecían plantas enfermizas... En los pantanos crecían juncos enfermizos que se pudrían en el hedor... En los huertos y en los jardines no había brotes nuevos, y pronto quedaron yermos... Los campos cultivados ya no se araban, ni semillas se plantaban en el suelo, ni canciones resonaban en los campos».

En el campo, los animales también se vieron afectados:

«En la estepa, quedó poco ganado grande y pequeño, todas las criaturas vivas llegaron a su fin».

Los animales domesticados, también, fueron aniquilados:

«Los rediles se han entregado al viento... El ronroneo del giro de la mantequera ya no resuena en el redil... Los corrales ya no dan manteca ni queso... Ninurta ha dejado a Sumer sin leche».

 

«La tormenta aplastó la tierra, lo barrió todo; rugía como un gran viento sobre la tierra, nadie podía escapar; asolando las ciudades, asolando las casas... Nadie recorre las calzadas, nadie busca los caminos».

La desolación de Sumer era completa.

 

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