12. EL Dios QUE REGRESÓ DEL CIELO
¿Fue el cruce de caminos de Marduk y de Abraham en Jarán sólo una
coincidencia casual, o fue elegida Jarán por la mano invisible del
Hado?
Es una cuestión insidiosa que pide aventurar una respuesta, pues el
lugar adonde envió Yahveh a Abram para una atrevida misión y el
lugar donde Marduk hizo su reaparición tras una ausencia de mil
años, fue más tarde el mismo lugar donde empezaron a desarrollarse
una serie de acontecimientos increíbles (de acontecimientos
milagrosos, se podría decir). Fueron sucesos de alcance profético,
que afectaron tanto el curso de los asuntos humanos como de los
divinos.
Los elementos clave, registrados para la posterioridad por testigos
presenciales, comenzaron y terminaron con el cumplimiento de las
profecías bíblicas concernientes a Egipto, Asiría y Babilonia; y
supusieron la partida de un Dios de su templo y de su ciudad, su
ascenso a los cielos y su regreso desde los cielos medio siglo más
tarde.
Y, por un motivo quizá más metafísico que geográfico o geopolítico,
muchos de los acontecimientos cruciales de los dos últimos milenios
de la cuenta que comenzara cuando los Dioses, reunidos en consejo,
decidieron darle la civilización a la Humanidad, tuvieron lugar en
Jarán o a su alrededor.
Ya hemos mencionado el rodeo que dio Asaradón por Jarán. Los
detalles de esa peregrinación quedaron registrados en una tablilla
que formaba parte de la correspondencia real de Assurbanipal, hijo y
sucesor de Asaradón. Cuando Asaradón contemplaba la idea de atacar
Egipto, giró hacia el norte en lugar de hacia el oeste, y buscó el
«templo del bosque de cedros», en Jarán.
Allí,
«vio al Dios Sin, que
se apoyaba en un báculo, con dos coronas en la cabeza. El Dios
Nusku
estaba de pie ante él. El padre de mi majestad el rey entró en el
templo. El Dios puso una corona sobre su cabeza, diciendo: “¡Irás a
otros países, y los conquistarás!” Él partió y conquistó Egipto».
(Por la Lista de los Dioses Sumerios sabemos que
Nusku era un
miembro del entorno de Sin.)
La invasión de Egipto por parte de Asaradón es un hecho histórico,
que verifica por completo la profecía de Isaías. Los detalles del
rodeo por Jarán sirven además para confirmar la presencia allí, en
675 a.C, del Dios Sin; pues fue varias décadas después que Sin «se
enfureció con la ciudad y con su pueblo» y se fue (a los cielos).
En la actualidad, Jarán sigue estando donde estaba en la época de
Abraham y su familia. En el exterior de las semiderruidas murallas
de la ciudad (murallas de tiempos de la conquista islámica), el pozo
donde se encontrara Jacob con Rebeca sigue teniendo agua, y en las
llanuras de los alrededores siguen pastando las ovejas, como lo
hacían hace cuatro mil años.
En siglos pasados, Jarán fue un centro
de aprendizaje y literario, donde los griegos de después de
Alejandro pudieron acceder a los conocimientos «caldeos» acumulados
(los escritos de Beroso fueron parte de los resultados) y, mucho
después, musulmanes y cristianos intercambiaron culturas. Pero el
orgullo del lugar (Fig. 91) fue el templo dedicado al Dios Sin,
entre cuyas ruinas sobrevivieron al paso de los milenios los
testimonios escritos de los milagrosos acontecimientos concernientes
a Nannar/Sin.
Este testimonio no tenía nada de habladurías; estaba compuesto por
informes de testigos presenciales. No fueron testigos anónimos, sino
una mujer llamada Adda-Guppi y su hijo Nabuna’id. No eran, como
sucede en nuestros días, un policía local y su madre dando cuenta de
un avistamiento OVNI en alguna región escasamente habitada. Ella era
la suma sacerdotisa del gran templo de Sin, un santuario sagrado y
reverenciado desde milenios antes de su tiempo; y su hijo era el
último rey (Nabonides) del más poderoso imperio de la Tierra en
aquellos días, Babilonia.
La suma sacerdotisa y su hijo el rey registraron los acontecimientos
en unas estelas, en unas columnas de piedra inscritas con escritura
cuneiforme y acompañadas con representaciones gráficas. Cuatro de
ellas las han encontrado los arqueólogos durante el siglo XX, y se
cree que las estelas las emplazaron el rey y su madre en cada una de
las esquinas del famoso templo del Dios Luna en Jarán, el E.HUL.HUL
(«Templo de la Doble Alegría»). Dos de las estelas llevan el
testimonio de la madre, las otras dos registran las palabras del
rey.
En las estelas de Adda-Guppi, la suma sacerdotisa del templo,
se habla de la partida y el ascenso al cielo del Dios Sin; y en las
inscripciones del rey, Nabuna’id, se cuenta el milagroso y singular
regreso del Dios.
Con un evidente sentido de la historia y a la
manera de una consumada funcionaría del templo, Adda-Guppi
proporcionó en sus estelas datos precisos sobre los sorprendentes
sucesos; las fechas, vinculadas como era costumbre entonces a los
años de reinado de reyes conocidos, han podido ser (y han sido)
verificadas por los expertos modernos.
En la estela mejor conservada, catalogada por los expertos como H1B,
Adda-Guppi comenzaba así su testimonio escrito (en lengua acadia):
Yo soy la dama Adda-Guppi,madre de Nabuna’id, rey de
Babilonia,
devota de los Dioses Sin, Ningal, Nuskuy Sadarnunna, mis
deidades,
ante cuya divinidad he sido piadosa
ya desde mi infancia.
Adda-Guppi dice que nació en el vigésimo año de Assurbanipal, rey de
Asiria (a mediados del siglo VII a.C). Aunque, en sus inscripciones,
Adda-Guppi no especifica su genealogía, otras fuentes sugieren que
provenía de un distinguido linaje. Vivió, según su inscripción, a lo
largo de los reinados de varios reyes asirios y babilonios,
alcanzando la madura edad de noventa y cinco años cuando los
milagrosos eventos tuvieron lugar. Los expertos han descubierto que
su listado de reinados está de acuerdo con los anales asirios y
babilonios.
He aquí, pues, el registro del primer suceso remarcable, en
las propias palabras de Adda-Guppi:
Fue en el decimosexto año de Nabopolasar,
rey de Babilonia, cuando
Sin, señor de Dioses,
se enfureció con su ciudad y su templo y subió
al cielo;
y la ciudad, y el pueblo con ella,
fue a la ruina.
El año lleva información en sí, pues los acontecimientos (conocidos
por otras fuentes) que tuvieron lugar en aquel tiempo, corroboran lo
que Adda-Guppi registró. Pues fue en el año 610 a.C. cuando el
derrotado ejército asirio se retiró a Jarán para su última
resistencia.
Existen bastantes temas que piden una aclaración como consecuencia
de esta declaración:
¿Se enfurecería Sin «con la ciudad y con su pueblo» porque dejaron
entrar a los asirios? ¿Decidió irse por culpa de los asirios, o por
la inminente llegada de las hordas Umman-Manda? ¿Cómo, con qué
medios, subió al cielo, y dónde fue? ¿A otro lugar en la Tierra, o
lejos de la Tierra, a un lugar celestial? Lo que escribió Adda-Guppi
toca muy por encima estos temas y, de momento, nosotros también
vamos a dejar pendientes las preguntas.
Lo que la suma sacerdotisa afirma es que, tras la partida de Sin,
«la ciudad, y el pueblo con ella, fue a la ruina». Algunos expertos
prefieren traducir la palabra de la inscripción como «desolación»,
pensando que describe mejor lo que le sucedió a la otrora
floreciente metrópolis, una ciudad a la cual el profeta Ezequiel
(27,23) puso entre los grandes centros del comercio internacional,
especializada,
«en todo tipo de cosas, en vestidos azules y bordados,
en cofres de ricos aparejos, ensamblados con cordones y hechos de
cedro».
De hecho, la desolación de la abandonada Jarán trae a la
memoria las palabras de apertura del bíblico Libro de las
Lamentaciones, acerca de la desolada y profanada Jerusalén:
«¡Qué
solitaria está la ciudad, en otro tiempo tan llena de gente! En otro
tiempo grande entre las naciones, ahora convertida en viuda; en otro
tiempo reina entre las provincias, ahora convertida en vasalla».
Aunque todos huyeron, Adda-Guppi se quedó. «A diario, sin cesar, día
y noche, durante meses, durante años», estuvo yendo a los santuarios
abandonados. Llorando, abandonó los vestidos de lana fina, se quitó
las joyas, dejó de llevar plata y oro, renunció a perfumes y óleos
de dulces aromas. Como un fantasma, deambulando por los vacíos
santuarios, «yo iba vestida con ropas desgarradas, iba y venía sin
hacer ruido», escribió.
Después, en el abandonado recinto sagrado, descubrió una túnica que
había pertenecido a Sin. Debía de ser una magnífica prenda, del tipo
de las túnicas que llevaban en aquellos tiempos las distintas
deidades, como se puede ver en las representaciones de los
monumentos mesopotámicos (véase Fig. 28).
Para la descorazonada suma
sacerdotisa, el hallazgo le pareció un augurio del Dios; fue como
si, de repente, él le hubiera dado una presencia física de sí mismo.
No podía quitar los ojos del sagrado atuendo, sin atreverse siquiera
a tocarlo, salvo «sosteniéndolo por la orla». Como si el mismo Dios
estuviera allí para escucharla, Adda-Guppi se postró y «en oración y
humildad» pronunció la siguiente promesa:
¡Si volvieras a tu ciudad, toda la gente de Cabeza Negra adoraría tu
divinidad!
«La gente de Cabeza Negra» era el término que
utilizaban los
Sumerios para identificarse a sí mismos; y el empleo de este término
por parte de la suma sacerdotisa, en Jarán, era enormemente inusual.
Sumer, como entidad política y religiosa, había dejado de existir
casi 1.500 años antes de la época de Adda-Guppi, cuando el país y su
capital, la ciudad de Ur, cayeron víctimas de la mortífera nube
nuclear, en 2024 a.C.
En la época de Adda-Guppi, Sumer no era más
que un santo recuerdo; su antigua capital, Ur, un lugar de
desmoronadas ruinas; su pueblo (la gente de «Cabeza Negra») se
hallaba disperso por muchos países. Entonces, ¿cómo podía la suma
sacerdotisa de Jarán ofrecer a su Dios, Sin, devolverle su señorío
en la distante Ur, y convertirlo de nuevo en Dios de todos los
Sumerios, dondequiera que “ estuvieran dispersos?
Era una visión veraz del Regreso de los Exiliados y de la
Restauración de un Dios en su
antiguo centro de culto merecedor de profecías bíblicas. Para
conseguirlo, Adda-Guppi le
propuso a su Dios un trato: ¡si él volviera y utilizara su autoridad
y sus poderes divinos para
convertir a su hijo Nabuna’id en el próximo rey imperial, reinando
en Babilonia tanto sobre
babilonios como sobre asirios, Nabuna’id restauraría el templo de
Sin en Ur y restablecería
el culto
de Sin en todos los países donde hubiera gente de Cabeza Negra!
Al Dios Luna le gustó la idea.
«Sin, señor de los Dioses del Cielo y
la Tierra, por mis buenas
acciones me miró con una sonrisa; escuchó mis plegarias, aceptó mi
promesa. La ira de su
corazón se calmó; con el Ehulhul, el templo de Sin en Jarán, la
residencia divina en la cual su
corazón se regocijaba, se reconcilió; y tuvo un cambio de corazón.»
El sonriente Dios, escribió Adda-Guppi en su inscripción, aceptó el
trato:
Sin, señor de los Dioses,
miró con favor mis palabras.
A Nabuna’id, mi
único hijo,
salido de mi vientre,
llamó a la realeza,
la realeza de
Sumer y Acad.
Todos los países, desde la frontera de Egipto,
desde el
Mar Superior hasta el Mar Inferior,
confió a sus manos.
Agradecida y abrumada, Adda-Guppi levantó sus manos y
«reverentemente, implorando» dio las gracias al Dios por «pronunciar
el nombre de Nabuna’id, llamándolo a la realeza». Después, le
imploró al Dios que asegurara el éxito de Nabuna’id, es decir, que
persuadiera a los demás grandes Dioses para que estuvieran del lado
de Nabuna’id cuando combatiera con sus enemigos, para que pudiera
así cumplir la promesa de reconstruir el Ehulhul y devolverle la
grandeza a Jarán.
En una posdata, que se añadió a las inscripciones cuando Adda-Guppi,
con 104 años, estaba en su lecho de muerte (o registrando sus
palabras justo después del deceso), el texto da cuenta de que ambos
lados mantuvieron su acuerdo: «Por mí misma lo vi cumplido; [Sin]
hizo honor a la palabra que me dio», haciendo que Nabuna’id se
convirtiera en rey de un nuevo Sumer y Acad (en 555 a.C); y
Nabuna’id mantuvo la promesa de restaurar el templo del Ehulhul en
Jarán, «perfeccionó su estructura».
Renovó el culto de Sin y de su
esposa Ningal, «todos los ritos olvidados los hizo de nuevo». Y la
divina pareja, acompañados por el emisario divino, Nusku, y su
consorte (?), Sadarnunna, regresaron al Ehulhul en una procesión
solemne y ceremonial.
La inscripción duplicada de la estela contiene diecinueve líneas
más, añadidas sin duda por el hijo de Adda-Guppi. En el noveno año
de Nabuna’id (en el 546 a.C),
«se la llevó su Hado. Nabuna’id, rey
de Babilonia, su hijo, salido de su vientre, enterró su cadáver, lo
envolvió en ropajes [reales] y lino blanco y puro. Adornó su cuerpo
con espléndidos ornamentos de oro con engarces de hermosas piedras
preciosas. Con dulces óleos ungió su cuerpo; y lo puso para su
descanso en un lugar secreto».
Los funerales por la madre del rey tuvieron una amplia respuesta.
«Gentes de Babilonia y Borsippa, habitantes de lejanas regiones,
reyes, príncipes y gobernadores llegaron desde la frontera de Egipto
en el Mar Superior hasta el Mar Inferior», desde el Mediterráneo
hasta el Golfo Pérsico.
Los funerales, en los que la gente se
arrojaba cenizas sobre la cabeza, se lloraba y se autoinfligían
cortes, duraron siete días.
Antes de que volvamos a las inscripciones de Nabuna’id y a sus
relatos plagados de milagros, conviene que nos detengamos a
preguntarnos cómo, si lo que anotó Adda-Guppi fue cierto, se las
ingenió ésta para comunicarse con una deidad que, según sus propias
declaraciones, ya no se encontraba en el templo ni en la ciudad,
puesto que había ascendido al cielo.
La primera parte, la de Adda-Guppi hablándole a su Dios, es fácil:
ella oraba, le dirigía sus oraciones. La oración, como forma de
plantearle a la deidad los propios temores o preocupaciones,
pidiéndole salud, buena fortuna o una larga vida, o buscando
orientación para elegir bien entre diversas alternativas, todavía
está entre nosotros. Se registran plegarias o llamamientos a los
Dioses desde que se inició la escritura en Sumer.
De hecho,
la
plegaria como medio de comunicación con la propia deidad precedió
probablemente a la palabra escrita y, según la Biblia, comenzó
cuando los primeros seres humanos se convirtieron en Homo sapiens:
fue cuando nació Enós («Hombre Homo sapiens»), el nieto de Adán y
Eva, «que se empezó a invocar el nombre de Dios» (Génesis 4,26).
Al tocar la orla de la túnica del Dios, postrándose, con gran
humildad, Adda-Guppi le oraba a Sin. Lo hizo un día tras otro, hasta
que él escuchó sus plegarias y respondió.
Y ahora viene la parte más difícil: ¿cómo respondió Sin? ¿cómo
pudieron llegar sus
palabras, su mensaje, a la suma sacerdotisa? La misma inscripción
nos proporciona la
respuesta: la respuesta del Dios le llegó a ella en un sueño. Quizás
en un sueño parecido a un trance, el Dios se le apareció:
En el sueño Sin, señor de los Dioses, posó sus dos manos sobre mí.
Me habló así:
«Debido a
ti los Dioses volverán a habitar en Jarán. Confiaré a tu hijo,
Nabuna’id, las residencias
divinas en Jarán. Él reconstruirá el Ehulhul, perfeccionará su
estructura; restaurará Jarán y
la hará más perfecta de lo que fue antes.»
Este modo de comunicación, dirigido desde una deidad a un humano,
estaba lejos de ser
inusual; de hecho, era el más empleado habitualmente. Por todo el
mundo antiguo, reyes y
sacerdotes, patriarcas y profetas recibieron la palabra divina por
medio de sueños. Podían
ser sueños oraculares o de augurios, en los que a veces sólo
escuchaban palabras, pero que
otras veces incluían visiones.
De hecho, en la misma Biblia se
relata un episodio en el que Yahveh les decía a la hermana y al hermano de Moisés durante el
Éxodo:
«Si hay un profeta
entre vosotros, Yo, el Señor, me daré a conocer a él en una visión y
le hablaré en un sueño.»
Nabuna’id también da cuenta de comunicaciones divinas recibidas por
medio de los sueños. Pero sus inscripciones cuentan muchas más
cosas: un acontecimiento singular y una teofanía poco común.
Sus dos
estelas (a las cuales se refieren los expertos como H 2 A y H2B)
están adornadas en su parte superior con una representación en la
que el rey sostiene un extraño báculo y está delante de los símbolos
de tres cuerpos celestes, los Dioses planetarios a los que él
veneraba (Fig. 92).
La larga inscripción que hay debajo comienza
directamente con el gran milagro y su singularidad:
Éste es el gran milagro de Sin
que por Dioses y Diosas no ha tenido lugar en el país,
desde días ignotos; que la gente del País no ha visto ni ha encontrado escrito
en las tablillas desde los días de antiguo: que el divino Sin,
Señor de Dioses y Diosas, viviendo en los cielos,
ha bajado de los cielos a plena vista de Nabuna’id,
rey de Babilonia.
No resulta injustificada la afirmación de que éste fuera un milagro
singular, pues el
acontecimiento suponía tanto el regreso de una deidad como una
teofanía, dos aspectos de
interacción divina con humanos que, como la inscripción
prudentemente califica, no era
desconocido en los Días de Antiguo.
No podemos saber si Nabuna’id
(a quien algunos expertos han apodado «el primer arqueólogo» debido
a su debilidad por descubrir y excavar las ruinas de emplazamientos
antiguos) calificó así esta afirmación sólo por estar en el lado
seguro, o si realmente estaba familiarizado, por medio de tablillas
antiguas, con acontecimientos como éstos, que habían tenido lugar en
otros lugares y mucho tiempo atrás; pero lo cierto es que estos
acontecimientos sucedían.
Así, en los tiempos turbulentos que terminaron con la caída
del imperio Sumerio hacia el 2000 a.C, el Dios Enlil, que estaba
por algún otro sitio, llegó apresuradamente a Sumer cuando se le
informó que su ciudad, Nippur, estaba en peligro. Según una
inscripción del rey Sumerio Shu-Sin, Enlil regresó «volando de
horizonte a horizonte; viajó de sur a norte; se apresuró cruzando
los cielos, sobre la Tierra». Sin embargo, ese regreso fue
repentino, sin anunciar, y no formaba parte de una teofanía.
Unos quinientos años más tarde, todavía a casi mil años del regreso
y la teofanía de Sin, la más grande de las teofanías registradas
tuvo lugar en la península del Sinaí, durante el Éxodo israelita de
Egipto. Notificada previamente y con instrucciones sobre cómo
preparar el acontecimiento, los Hijos de Israel (todos ellos,
600.000) presenciaron el descenso del Señor sobre el Monte Sinaí.
La
Biblia remarca que se hizo «a la vista de todo el pueblo» (Éxodo
19,11). Pero esa gran teofanía no fue un regreso.
Tales idas y venidas divinas, incluidos el ascenso y el descenso de
Sin hacia y desde los
cielos, implican que los Grandes
Anunnaki poseían los vehículos
voladores requeridos (y no
sólo lo implican, sino que los tenían).
Yahveh aterrizó sobre el
Monte Sinaí en un objeto
que la Biblia llama Kabod y que tenía la apariencia de un «fuego
devorador» (Éxodo
24,11); el
profeta Ezequiel describe el
Kabod (traducido
habitualmente por «gloria», pero
que significa literalmente «la cosa pesada») como un vehículo
luminoso y radiante equipado
con ruedas dentro de ruedas. Quizá tuviera en mente algo comparable
al carro circular en el
cual se representaba al Dios asirio Assur (Fig. 85).
Ninurta tenía
el Imdugud, el «Divino
Pájaro Negro»; y Marduk disponía de un alojamiento especial en su
recinto sagrado en Babilonia para su «Viajero Supremo»;
probablemente, era el mismo vehículo que los egipcios llamaban el
Barco Celeste de Ra.
¿Y qué hay de Sin y de sus idas y venidas celestiales?
Que ciertamente poseyera tal vehículo volador (un requisito esencial
para la partida y el regreso del cielo de los que se dan cuenta en
las inscripciones de Jarán) queda atestiguado en muchos de los
himnos dedicados a él. En un himno Sumerio, se habla de Sin volando
sobre su amada ciudad de Ur, incluso se refieren al Barco del Cielo
del Dios como su «gloria»:
Padre Nannar, Señor de Ur,
cuya gloria es el sagrado Barco del
Cielo...
cuando en el Barco del Cielo tú asciendes,
tú eres
glorioso.
Enlil ha adornado tu mano con un cetro,
imperecedero cuando
sobre Uren
el Barco Sagrado te subes.
Aunque hasta el momento no se ha identificado ninguna representación
del «Barco del Cielo» del Dios Luna, sí que existe una posible
representación. Sobre una importante ruta que unía el este con el
oeste a través del río Jordán estaba Jericó, una de las ciudades más
antiguas que se conocen. La Biblia (y otros textos antiguos) se
refiere a ella como la Ciudad del Dios Luna, que es lo que el nombre
bíblico Yeriho significa. Fue allí donde el Dios bíblico le dijo al
profeta Elias (siglo IX a.C.) que cruzara el río Jordán para ser
arrebatado hacia el cielo en un carro de fuego.
Como se relata en 2
Reyes 2, no fue un acontecimiento casual, sino una cita acordada
previamente. Partiendo en su viaje final de un lugar llamado Gilgal,
el profeta iba acompañado por su ayudante, Eliseo, y por un grupo de
discípulos. Y cuando llegaron a Jericó, los discípulos le
preguntaron a Eliseo: «¿No sabes que el Señor se llevará al maestro
hoy?» Y Eliseo, afirmando, les instó a que guardaran silencio.
Cuando llegaron al río Jordán, Elias insistió en que los demás se
quedaran atrás. Cincuenta de sus discípulos avanzaron hasta la
orilla del río y se detuvieron; pero Eliseo no se quería ir.
Entonces,
«Elias tomó su manto y lo enrolló, y golpeó las aguas, que
se dividieron a derecha e izquierda, y pasaron los dos a pie
enjuto».
Luego, en el otro lado del Jordán, un carro de fuego con
caballos de fuego apareció de repente y separó a uno del otro; y Elias
subió al cielo en un torbellino.
En la década de 1920, una expedición arqueológica enviada por el
Vaticano inició unas
excavaciones en un lugar del Jordán llamado Tell Ghassul, «Montículo
del Mensajero». Su
antigüedad se remonta a milenios, y algunos de los habitantes más
antiguos de Oriente
Próximo estaban enterrados allí. En algunos de los muros caídos, los
arqueólogos
descubrieron murales muy hermosos y poco comunes, pintados con
diversos colores.
En
uno de ellos se veía una «estrella», que parecía más bien una
brújula que indicara los
principales puntos cardinales y sus subdivisiones; otro mostraba una
deidad sentada que, recibía a una procesión ritual.
Otros murales
representaban objetos bulbosos negros con aberturas parecidas a ojos
y patas extendidas (Fig. 93); estos últimos bien podrían haber sido
esa especie de «carro de fuego» que se llevó a Elias al cielo. De
hecho, el lugar pudo ser muy bien el mismo de la ascensión de Elias:
de pie sobre el montículo, uno puede ver el río Jordán no muy lejos
y, más allá, brillando en la distancia, la ciudad de Jericó.
Según la tradición judía, el profeta Elias regresará algún día para
anunciar la Era Mesiánica.
Es evidente que Adda-Guppi y su hijo Nabuna’id pensaban que esa era
había llegado ya, y
que venía señalada y significada por el Regreso del Dios Luna. Ellos
esperaban que su Era
Mesiánica les introdujera en una época de paz y prosperidad, una
nueva era que comenzaría
con la reconstrucción y la nueva consagración del Templo de Jarán.
Pero pocos se han dado cuenta de que visiones proféticas similares
tuvieron lugar más o menos al mismo tiempo referentes al Dios y al
Templo de Jerusalén. Y, sin embargo, lo cierto es que ése era el
tema de las profecías de Ezequiel, que comenzaban «cuando los cielos
se abrieron» y él vio el radiante carro celestial entrando en un
torbellino.
La cronología que nos ofrecen las inscripciones de Jarán, verificada
por los expertos en los anales asirios y babilonios, indica que
Adda-Guppi nació hacia el 650 a.C; que Sin abandonó su templo en Jarán en 610 a.C, y que volvió en 556 a.C.
Es exactamente el mismo
período en el cual Ezequiel, que había sido sacerdote en Jerusalén,
fue llamado a la profecía, mientras estaba entre los deportados
judíos en el norte de Mesopotamia. Él mismo nos proporciona una
fecha exacta: Fue en el quinto día del cuarto mes del quinto año del
exilio del rey de Judea Joaquín, «cuando yo estaba entre los
deportados en las orillas del río Kebar, se abrieron los cielos y
tuve visiones divinas», escribe Ezequiel justo al principio de sus
profecías. ¡Era el 592 a.C!
El Kebar (o Jabur, como se le conoce ahora) es uno de los afluentes
del Eufrates, que inicia su recorrido en las montañas de lo que hoy
es el este de Turquía. No muy lejos, al este del río Jabur, hay otro
importante afluente del Eufrates, el río Balikh; y es a orillas del
Balikh donde ha estado situada Jarán durante milenios.
Ezequiel se encontraba tan lejos de Jerusalén, a orillas de un río
en la Alta Mesopotamia, al borde de los territorios hititas («el
País de Hatti» en los registros cuneiformes), porque era uno de los
varios miles de nobles, sacerdotes y otros líderes de Judea que
habían sido capturados y llevados al exilio por Nabucodonosor, el
rey babilonio que invadió Jerusalén en 597 a.C.
Aquellos trágicos acontecimientos se detallan en el segundo libro de
Reyes, principalmente en 24,8-12. Sorprendentemente, en una tablilla
de arcilla babilónica (parte de la serie conocida como Las Crónicas
Babilónicas) se registraron los mismos acontecimientos, con fechas
coincidentes.
¡Sorprendentemente también, esta expedición babilónica, al igual que
la anterior de Asaradón, se lanzó también desde un punto cercano a
Jarán!
La inscripción babilónica detalla la toma de Jerusalén, la captura
de su rey, su sustitución en el trono de Judea por otro rey elegido
por Nabucodonosor, y la deportación (el «envío a Babilonia») del rey
capturado y de los líderes del país. Fue así como el sacerdote
Ezequiel vino a dar con su cuerpo en las orillas del río Jabur, en
la provincia de Jarán.
Durante un tiempo (al parecer, durante los cinco primeros años), los
deportados creyeron que las calamidades que habían caído sobre su
ciudad, su templo y sobre ellos mismos serían un revés temporal.
Aunque el rey de Judea Joaquín estaba cautivo, se mantenía con vida.
Aunque los tesoros del Templo se habían llevado a Babilonia como
botín, el Templo estaba intacto; y la mayoría del pueblo seguía
estando en el país. Los deportados, que se mantenían en contacto con
Jerusalén por medio de mensajeros, tenían grandes esperanzas de que
algún día se reinstaurara a Joaquín, y el Templo recuperara su
sagrada gloria.
Pero tan pronto como Ezequiel fue llamado a la profecía, en el
quinto año del exilio (592 a.C), el Señor Dios le instruyó para que
anunciara al pueblo que el exilio y el saqueo de Jerusalén y de su
Templo no eran el fin del calvario. Esto no era más que una
advertencia al pueblo para que enmendara sus caminos, para que se
comportaran justamente entre sí, y dieran culto a Yahveh según los
Mandamientos. Pero Yahveh le dijo a Ezequiel que el pueblo no había
enmendado sus caminos, sino que, además, se habían vuelto al culto
de «Dioses extranjeros». Por tanto, dijo el Señor Dios, Jerusalén
será atacada de nuevo, y esta vez será totalmente destruida, templo
y todo.
Yahveh dijo que el instrumento de su ira sería de nuevo el rey de
Babilonia. Es un hecho histórico fundado y conocido que, en 587 a.C,
Nabucodonosor, desconfiando del rey que él mismo había puesto en el
trono de Judea, asedió de nuevo Jerusalén. Esta vez, en 586 a.C, la
ciudad fue tomada, incendiada y dejada en ruinas; y lo mismo ocurrió
con el Templo de Yahveh que Salomón había construido medio milenio
antes.
Ciertamente, gran parte de esto es bien conocido. Pero lo que pocos
saben es la razón por la cual el pueblo y los líderes que quedaron
en Jerusalén no tuvieron en cuenta la advertencia. Fue la creencia
de que «¡Yahveh había abandonado la Tierra!».
En lo que en aquellos días él tenía por «visión remota», primero se
le mostró a Ezequiel a los Ancianos de Jerusalén detrás de sus
puertas cerradas, y después se le llevó en un recorrido visionario
por las calles de la ciudad. Había un colapso completo tanto en la
justicia como en las observancias religiosas, pues lo único que se
decía era:
Yahveh ya no nos ve. ¡Yahveh ha dejado la Tierra!
Fue en el 610 a.C, según las inscripciones de Jarán, cuando,
«Sin,
señor de Dioses, se enfureció con su ciudad y su templo, y subió al
cielo».
Y fue en 597 a.C, algo más de una década después, cuando
Yahveh se enfureció con Jerusalén, su ciudad, y su pueblo, y dejó
que el incircunciso Nabucodonosor, rey por la gracia de Marduk,
entrara, saqueara y destruyera el Templo de Yahveh.
Y el pueblo gritaba: «¡Dios ha dejado la Tierra!»
Y no sabían cuándo regresaría, ni si lo haría.
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