11. UN TIEMPO DE PROFECÍA

La dilación en el inicio de la construcción del Templo de Jerusalén, ¿fue debida a la razón dada (el que David derramara sangre enemiga en guerras y desavenencias), o fue sólo una excusa para oscurecer otra razón más profunda?

Resulta extraño que, como resultado de esta dilación, el lapso de tiempo transcurrido desde la renovación de la alianza con Abraham en el Monte Moriah (y, en esta ocasión, también con Isaac) hasta el inicio de la construcción del Templo fuera exactamente de mil años. Y es extraño porque el exilio de Marduk duró también mil años; y eso parece algo más que una coincidencia casual.

La Biblia deja claro que el momento de la construcción del Templo la determinó el mismo Dios; aunque los detalles arquitectónicos estaban ya listos, e incluso había también un modelo a escala, fue Él dijo, a través del profeta Natán:

«Todavía no; no David, sino el siguiente rey, Salomón.»

Del mismo modo, es evidente que no fue Marduk el que marcó el tiempo de finalización de su propio exilio. De hecho, casi desesperado, se lamentaba:

«¿Hasta cuándo?»

Y eso debía significar que el fin de sus días de exilio le era desconocido; venía determinado por lo que podríamos llamar el Hado; o bien, si era deliberado, por la mano invisible del Señor de Señores, el Dios al que los hebreos llamaban Yahveh.

La idea de que un milenio (mil años) significa más que un acontecimiento calendárico, que presagia sucesos apocalípticos, se cree en general que proviene de un relato visionario del Libro del Apocalipsis, capítulo 20, en el cual se profetizaba que,

«el Dragón, la antigua Serpiente, que es el Demonio y Satanás, estará sujeto durante mil años, arrojado al abismo y encerrado allí durante mil años, para que no seduzca a las naciones hasta que se cumplan los mil años.»

Entonces, Gog y Magog se enzarzarán en una guerra mundial; tendrá lugar la Primera Resurrección de los muertos, y comenzarán los Tiempos Mesiánicos.

Estas palabras visionarias, que introducen en el cristianismo la noción (y la expectativa) de un milenio apocalíptico, se escribieron en el siglo i d.C. Así, aunque en el libro se nombra a Babilonia como «el imperio del mal», los eruditos y los teólogos suponen que no se trata más que de un nombre codificado de Roma.

Pero, aun así, resulta significativo que las palabras del Apocalipsis repitan las palabras del profeta Ezequiel (siglo VI a.C), que tuvo una visión de la resurrección de los muertos en el Día del Señor (capítulo 37), así como la guerra mundial de Gog y Magog (capítulos 38, 39); ésta tendrá lugar, dice Ezequiel, «al Fin de los Años».

 

Decía que los Profetas de Yahveh lo habían predicho todo en los Días de Antaño, «que, entonces, profetizaron acerca de los Años».

«Los Años» por cumplir, la cuenta hasta el «Fin de los Años». Ciertamente, muchos siglos antes de la época de Ezequiel, la Biblia ofreció una pista:

Mil años,

a tus ojos,

son como un día,

que ya pasó.

Esta declaración, en el Salmo 90,4, se le atribuye en la Biblia al propio Moisés; así, la aplicación de mil años a una medida de tiempo divina, se remonta al menos a la época del Éxodo. De hecho, en el Deuteronomio (7,9), se le asigna un período de «mil generaciones» a la duración de la Alianza de Dios con Israel; y en el Salmo de David compuesto cuando se llevó el Arca de la Alianza a la Ciudad de David, se vuelve a recordar la duración de mil generaciones (1 Crónicas 16,15).

 

En otros salmos se aplica una y otra vez el número «mil» a Yahveh y a sus maravillas; en el Salmo 68,18, se da incluso la cifra de mil años como la duración del Carro de los Elohim. La palabra hebrea Eleph, «mil», se deletrea con las tres letras, Aleph («A»), Lamed («L») y Peh («P» o «Ph»), lo cual se puede leer como Aleph, que es la primera letra del alfabeto, y numéricamente «1». Si se suman las tres letras, se obtiene el valor numérico de 111 (1+30+80), algo que se puede tomar como una triple afirmación de la Unidad de Yahveh y del monoteísmo, siendo «Uno» una palabra codificada de Dios.

 

No por azar, las mismas letras, reordenadas (P-L-A), forman Peleh - maravilla de maravillas, un epíteto de la obra de Dios y de los misterios del Cielo y la Tierra que están más allá del entendimiento humano. Esas maravillas de maravillas referidas principalmente a las cosas creadas y predichas en el lejano pasado; también forman el tema de las preguntas de Daniel cuando intentaba adivinar el Fin de los Tiempos (12,6).

Así, parece haber ruedas dentro de ruedas, significados dentro de significados, códigos dentro de códigos en esos versículos concernientes a un período de mil años: no es sólo la obvia cuenta secuencial numérica del paso del tiempo, sino también una duración incorporada a la Alianza, una afirmación codificada de monoteísmo y una profecía concerniente al milenio y al Fin de los Años.

Y, como deja claro la Biblia, los mil años cuya cuenta comenzó con la construcción del Templo (coincidente con lo que ahora llamamos el último milenio a.C.) fueron un tiempo de profecía.

Para comprender los sucesos y las profecías de ese último milenio, uno tiene que atrasar el reloj hasta el milenio precedente, hasta la catástrofe nuclear y la consecución de la supremacía por parte de Marduk.

Los Textos de las Lamentaciones, que describen el desastre y la desolación en los que quedaron sumidos Sumer y Acad cuando la mortífera nube nuclear recorrió Mesopotamia, cuentan cómo los Dioses Sumerios abandonaban apresuradamente sus «centros de culto» a medida que avanzaba el Viento Maligno hacia ellos. Unos «se ocultaron en las montañas», otros «escaparon hasta llanuras distantes».

 

Inanna, dejando atrás sus posesiones, se trasladó hasta África en una nave sumergible; la esposa de Enki, Ninki, fue hasta el Abzu, en África, «volando como un pájaro», mientras él, buscando un puerto seguro, fue hacia el norte; Enlil y Ninlil partieron con destino desconocido, al igual que Ninharsag. En Lagash, la Diosa Bau estaba sola, pues Ninurta había partido en su misión nuclear;

Bau «lloró amargamente por su templo» y se demoró; el resultado fue trágico, pues «en aquel día, la tormenta cayó sobre ella; Bau, como si de una mortal se tratara, que alcanzada por la tormenta».

La lista de los Dioses que huyeron sigue y sigue, hasta que llega a Ur y sus deidades. Allí, como ya hemos mencionado, Nannar/Sin se negó a creer que el hado de su ciudad estuviera sellado. En las lamentaciones que su propia esposa, Ningal, escribió posteriormente, ésta cuenta que, a pesar del fétido olor de los muertos que llenaban la ciudad, se quedaron allí y «no huyeron». Ni tampoco huyeron en la noche que siguió al terrorífico día. Pero, a la mañana siguiente, las dos deidades, acurrucadas en la cámara subterránea de su zigurat, se dieron cuenta de que la ciudad estaba condenada, y también la abandonaron.

La nube nuclear, que viró hacia el sur debido a los vientos, perdonó a Babilonia; y esto se tomó como un augurio que reforzaba la concesión de los cincuenta nombres a Marduk, un indicio de su merecida supremacía. Su primera decisión fue la de llevar a cabo la sugerencia de su padre de que los mismos Anunnaki construyeran para él su templo/casa en Babilonia, el E.SAG.IL («Casa de la Cabeza Elevada»).

 

A ésta se le añadió, en el recinto sagrado, otro templo para la celebración del Año Nuevo y la lectura del revisado Enuma elish; su nombre, E.TEMEN.AN.KI («Casa de la Fundación Cielo-Tierra»), pretendía indicar con toda claridad que sustituía al DUR.AN.KI («Enlace Cielo-Tierra») de Enlil, que había estado en el corazón de Nippur cuando era el Centro de Control de Misiones.

Los expertos han prestado escasa atención al tema de las matemáticas en la Biblia, dejando sin abordar lo que debería ser un enigma:

¿Por qué la Biblia hebrea adoptó tan absolutamente el sistema decimal, aún siendo Abraham un Ibri (un nombre Sumerio de Nippur) y basándose todos los relatos del Génesis (que se repiten en los Salmos y por todas partes) en los textos Sumerios?

 

¿Por qué no existe referencia alguna al sistema sexagesimal Sumerio («de base 60») en la numerología de la Biblia, una numerología que culminó con el concepto del milenio?

Uno se pregunta si Marduk sería sabedor de este asunto. Marduk marcó su asunción a la supremacía proclamando una Nueva Era (la del Carnero), revisando el calendario y construyendo un nuevo Pórtico de los Dioses. En estas decisiones se pueden encontrar también evidencias para unas nuevas matemáticas, un cambio tácito desde el sistema sexagesimal hasta el sistema decimal.

El punto focal de estos cambios fue el templo-zigurat que le honraba, y que Enki sugirió que se lo construyeran los propios Anunnaki. Los descubrimientos arqueológicos de sus ruinas (y de sus repetidas reconstrucciones), así como la información que proporcionaron las tablillas, con precisos datos arquitectónicos, revelan que este zigurat se elevaba en siete niveles, el más alto de los cuales servía de residencia de Marduk.

 

Planeado, como el propio Marduk había pedido, «de acuerdo con los escritos del Cielo Superior», era una estructura cuadrada cuya base o primer nivel medía 15 gar (alrededor de 90 metros) por cada lado y tenía 5,5 gar (unos 33 metros) de altura; encima de éste había un segundo nivel, más pequeño y más bajo; y así sucesivamente, hasta alcanzar una altura total de los mismos 90 metros que tenía en la base.

 

El resultado era un cubo cuya circunferencia equivalía a 60 gar en cada una de sus tres dimensiones, dando la construcción el número celestial de 3.600 si se elevaba al cuadrado (60 x 60), y de 216.000 si se elevaba al cubo (60 x 60 x 60). Pero en ese número había oculto un cambio al sistema decimal, pues representaba el número zodiacal 2.160 multiplicado por 100.

Las cuatro esquinas del zigurat estaban orientadas exactamente a los cuatro puntos cardinales. Y, como han demostrado los estudios de los arqueoastrónomos, la altura escalonada de cada uno de los seis primeros niveles se calculó exactamente para poder realizar observaciones celestiales en esa localización geográfica concreta. Así, este zigurat no sólo se diseñó para sobrepasar al antiguo Ekur de Enlil, sino también para asumir las funciones astronómico/calendáricas de Nippur.

Esto se llevó a la práctica con la institución de una revisión del calendario, una cuestión tanto de prestigio teológico como de necesidad, porque el cambio zodiacal (de Tauro a Aries) precisaba también de un ajuste de un mes en el calendario, si se pretendía que Nissan («El Portaestandarte») siguiera siendo el primer mes y el mes del equinoccio de primavera. Para ello, Marduk ordenó que el último mes del año, Addaru, se duplicara aquel año.

 

(El mecanismo de duplicar Addar siete veces dentro de un ciclo de diecinueve años se ha adoptado en el calendario hebreo como forma de realinear periódicamente los años lunares y solares).

Al igual que en Mesopotamia, el calendario también se revisó en Egipto. Diseñado allí originariamente por Thot, cuyo «número secreto» era el 52, dividía el año en 52 semanas de 7 días cada una, dando un año solar de sólo 364 días (un tema destacado en El Libro de Henoc). Marduk (bajo el nombre de Ra) instituyó en su lugar un año basado en una división de 10: dividió el año en 36 «decanatos» de diez días cada uno; los resultantes 360 días venían seguidos después por cinco días especiales para completar los 365.

La Nueva Era a la que había dado entrada Marduk no fue una era de monoteísmo. Marduk no se declaró a sí mismo el único Dios; de hecho, necesitaba que los otros Dioses estuvieran presentes y le aclamaran como supremo. Para ello, proveyó el recinto sagrado de Babilonia de santuarios, de pequeños templos y residencias para todos los demás Dioses principales, y
les invitó a que hicieran su hogar allí. En ninguno de los textos hay indicios de que alguien aceptara la invitación. De hecho, para cuando se instaló finalmente en Babilonia la dinastía real que Marduk había previsto, hacia 1890 a.C, los Dioses que se habían dispersado comenzaron a establecer sus nuevos dominios alrededor de Mesopotamia.

  • Prominente entre ellos estaba Elam, en el este, con Susa (la bíblica Shushan) como capital, y Ninurta como «Dios nacional».

  • Por el oeste, floreció por sí mismo un reino cuya capital recibió el nombre de Mari (del termino Amurru, la Occidental), en las riberas occidentales del río Eufrates; sus magníficos palacios estaban decorados con murales que mostraban a Ishtar invistiendo al rey (Fig. 84), dando cuenta de la gran reputación que tenía esta Diosa allí.

  • En las montañosas Tierras de Hatti, donde los hititas ya habían adorado al hijo más joven de Enlil, Adad, con su nombre hitita, Teshub (el Dios viento/Tormenta), empezó a crecer un reino con una fuerza y unas aspiraciones imperiales.

  • Y entre las tierras de los hititas y Babilonia, surgió un reino de nuevo cuño, el de Asiría, con un panteón idéntico al de Sumer y Acad, excepto por el hecho de que el Dios nacional recibió el nombre de Assur, el «Que Ve». Él combinó los poderes y las identidades tanto de Enlil como de Anu, y su representación como un Dios dentro de un objeto alado circular (Fig. 85) dominó los monumentos asirios.

Y, en la distante África estaba Egipto, el Imperio del Nilo. Pero allí, el país se vio apartado de la escena internacional debido a un período caótico al que los expertos llaman Segundo Período Intermedio, hasta que el llamado Imperio Nuevo comenzó hacia el 1650 a.C.

A los expertos todavía les resulta difícil explicar por qué el Oriente Próximo de la antigüedad se puso en movimiento justo en aquel momento. La nueva dinastía (la XVII ) que tomó el control de Egipto estaba impregnada de fervor imperial, atacando a Nubia en el sur, a Libia en el oeste y las tierras de la costa mediterránea por el este. En el país de los hititas, un nuevo rey envió a su ejército a través de la barrera de los Montes Tauro, también a lo largo de la costa mediterránea; su sucesor arrasó Mari. Y en Babilonia, un nuevo pueblo, los casitas, surgieron de la nada (en realidad, de la región montañosa nororiental que bordea el mar Caspio), atacaron Babilonia y dieron un drástico fin a la dinastía que comenzara con Hammurabi.

 

Las naciones proclamaban que iban a la guerra en el nombre y bajo las órdenes de su Dios nacional, y los crecientes conflictos tenían más la apariencia de una lucha entre Dioses a través de sustitutos humanos. Y una pista que parece confirmarnos esta idea es el hecho de que los nombres teofóricos de los faraones de la dinastía XVII I eliminaron el prefijo o el sufijo Ra o Amén a favor de Thot.

 

El cambio, que comenzó con Thotmes (normalmente traducido en español como Tutmosis) I en 1525 a.C, marcó también el inicio de la opresión de los israelitas. La razón que daba el faraón es iluminadora: tras lanzar expediciones militares hacia Naharin, en el Alto Eufrates, el faraón temía que los israelitas pudieran convertirse en una quinta columna interna. ¿Por qué motivo? Naharin era la región donde estaba ubicada Jarán, y sus pobladores eran descendientes de los parientes de los patriarcas israelitas.

Por mucho que esto explique los motivos dados para la opresión de los israelitas, sigue sin explicarse por qué, y para qué, enviaron los egipcios sus ejércitos para conquistar la lejana Jarán. Es un enigma que hay que guardar en mente.

Las expediciones militares, por una parte, y la correspondiente opresión de los israelitas, que alcanzó un alto grado de horror con el edicto que ordenaba la muerte de los varones primogénitos israelitas, llegó a su climax bajo Tutmosis III , que forzó la huida de Moisés tras levantarse por su pueblo. Sólo después de la muerte de Tutmosis III pudo volver Moisés a Egipto desde el desierto del Sinaí, en 1450 a.C.

 

Diecisiete años más tarde, después de repetidas demandas y de una serie de aflicciones desatadas por Yahveh sobre «Egipto y sus Dioses», dejaron ir a los israelitas, y comenzó el Éxodo.

 

Dos incidentes que se mencionan en la Biblia, y un importante cambio en Egipto, indican repercusiones teológicas entre otros pueblos como consecuencia de los milagros y maravillas atribuidas a Yahveh en apoyo de su Pueblo Elegido.

«Y cuando Jetró, el Sacerdote de Madián, el suegro de Moisés, supo de todo lo que Dios había hecho por Moisés y por su pueblo,Israel», leemos en el Éxodo, capítulo 18, llegó al campamento israelita y después de escuchar la historia completa por boca de Moisés, Jetró dijo: «Ahora sé que Yahveh es el más grande de todos los Dioses», y ofreció sacrificios a Yahveh.

 

El segundo incidente (del que se habla en Números, capítulos 22-24) tuvo lugar cuando el rey moabita retuvo al adivino Bile’am (traducido también como Bala’am) para que maldijera a los israelitas que se aproximaban. Pero «el espíritu de Dios salió al encuentro de Balaam», y en una «visión divina» vio que la Casa de Jacob estaba bendecida por Yahveh, y que no se podía revocar Su palabra.

Que un sacerdote y adivino no hebreo reconociera los poderes y la supremacía de Yahveh iba a generar un efecto inesperado en la familia real egipcia. En 1379 a.C, justo cuando los israelitas iban a entrar en la misma Canaán, un nuevo faraón se cambió el nombre por el de Akenatón, siendo Atón una representación del Disco Solar (Fig. 86). Akenatón trasladó su capital a un nuevo lugar, y comenzó a dar culto a un único Dios. Fue un experimento de corta vida, al cual dieron fin los sacerdotes de Amén-Ra...

También tuvo una corta vida el concepto de una paz universal que acompañaba a la fe en un Dios universal. En 1296 a.C, el ejército egipcio, siempre arremetiendo contra la región de Jarán, sufrió una derrota decisiva frente a los hititas en la Batalla de Kadesh (en lo que es ahora Líbano).

Mientras hititas y egipcios se agotaban mutuamente, los asirios encontraron espacio para autoafirmarse. Una serie de movimientos de expansión en prácticamente todas las direcciones culminó con la reconquista de Babilonia por parte del rey asirio Tukulti-Ninurta I, un nombre teofórico que indica su afiliación religiosa, y el apresamiento del Dios de Babilonia, Marduk. Lo que siguió es típico del politeísmo de la época: lejos de denigrar al Dios, fue llevado a la capital asiria y, cuando llegó el tiempo de las ceremonias de Año Nuevo, fue Marduk, y no Assur, el que protagonizó los antiquísimos rituales.

 

Esta «unificación de las iglesias», por acuñar una expresión, no pudo impedir el agotamiento creciente entre los otrora imperios, y durante los siglos siguientes, las dos antiguas potencias de Mesopotamia se unieron a Egipto y al País de Hatti en el retraimiento y en la pérdida de celo conquistador.

No cabe duda de que fue ese retraimiento de tentáculos imperiales lo que hizo posible la aparición de prósperas ciudades-estado en Asia occidental, incluso en Arabia. Sin embargo, su auge se convirtió en un imán que atrajo a emigrantes e invasores de prácticamente todas partes. Invasores llegados en barcos (los «Pueblos del Mar», como les llamaban los egipcios) intentaron asentarse en Egipto y terminaron ocupando las costas de Canaán.

 

En Asia Menor, los griegos lanzaron mil barcos contra Troya. Los pueblos de lenguas indoeuropeas se abrieron camino en Asia Menor y bajaron por el río Éufrates. Los precursores de los persas invadieron Elam. Y en Arabia, algunas tribus que se habían hecho ricas con el control de las rutas comerciales pusieron sus ojos en las fértiles tierras del norte.

En Canaán, cansados de las batallas constantes con los reyes de ciudades y principados que les rodeaban, los israelitas enviaron una petición a Yahveh mediante el Sumo Sacerdote Samuel: «¡Haznos una nación fuerte, danos un rey!»


El primero fue Saúl; después de él, vino David, y se trasladó la capital a Jerusalén.

La Biblia hace una relación de Hombres de Dios durante ese período, incluso los llama «profetas» en el sentido más estricto de la palabra: «portavoces» de Dios. Entregaban los mensajes divinos, pero era más al modo de los sacerdotes oraculares que se conocían en todas partes en la antigüedad.


Sólo después de la construcción del Templo para Yahveh fue cuando la profecía, la predicción de lo venidero, floreció plenamente. Y no hubo nada parecido a los profetas hebreos de la Biblia, que combinaban las prédicas sobre justicia y moralidad con la previsión de las cosas por venir en cualquier parte del mundo antiguo.

El período que ahora, echando la vista atrás, llamamos el primer milenio a.C. fue en realidad el último milenio de los cuatro mil años de historia humana que comenzó con el florecimiento de la civilización Sumeria. El punto medio de este drama humano, cuya historia hemos llamado las Crónicas de la Tierra, fue,

  • el holocausto nuclear

  • la caída de Sumer y Acad

  • la entrega del testigo Sumerio a Abraham y sus descendientes

Ése fue el punto de inflexión, tras los primeros dos mil años. Después, la otra mitad de la historia, los últimos dos milenios de lo que había comenzado en Sumer y en una visita de estado de Anu a la Tierra hacia el 3760 a.C, también estaba llegando a su fin.

De hecho, ése era el hilo conductor de las grandes profecías bíblicas de aquella época: el ciclo está llegando a su fin, lo que se había predicho en el Principio de los Años se hará realidad al Fin de los Años.

Se le daba a la Humanidad una oportunidad para arrepentirse, para volver a la justicia y a la moralidad, para reconocer que sólo hay un Dios verdadero, Dios incluso de los mismos Elohim. Con cada palabra, visión o acto simbólico, los profetas transmitían el mensaje: el tiempo se acaba; grandes acontecimientos están a punto de ocurrir. Yahveh no quiere la muerte de los malhechores; quiere que vuelvan a la justicia.

 

El Hombre no puede controlar su Destino, pero sí puede controlar su Hado; el Hombre, los reyes, las naciones, pueden elegir el rumbo a seguir. Pero si el mal prevalece, si la injusticia domina las relaciones humanas, si una nación continúa tomando la espada contra otras naciones, todos serán juzgados y condenados en el Día del Señor.

La misma Biblia reconoce que no era éste un mensaje para una audiencia receptiva. Los judíos, rodeados de pueblos que parecían saber a quién adorar, eran instados ahora a adherirse a las estrictas normas que exigía un Dios invisible, un Dios cuya simple imagen era desconocida. Los verdaderos profetas de Yahveh no daban abasto para enfrentarse a «falsos profetas» que afirmaban también estar transmitiendo la palabra de Dios.

 

Los sacrificios y las donaciones al Templo reparan todos los pecados, decían éstos; Yahveh no quiere tus sacrificios, sino que vivas en la justicia, decía Isaías. Grandes calamidades caerán sobre los injustos, decía Isaías. No, no, la Paz está en camino, decían los falsos profetas.


Para que se les creyera, los profetas bíblicos recurrieron a los milagros; del mismo modo que Moisés, instruido por Dios, había tenido que recurrir a los milagros para obtener la liberación de los israelitas de manos del faraón, y después para convencer a los israelitas del poder inigualable de Yahveh.

La Biblia describe con detalle los problemas que tuvo que afrontar el profeta Elias durante el reinado (en el reino septentrional, Israel) de Ajab y de su mujer fenicia, Jezabel, que trajo con ella el culto al Dios cananeo Ba’al. Después de afirmar su reputación haciendo que la harina y el aceite de una mujer pobre no se agotaran por mucho que tomaran de ellos, y tras devolverle la vida a un muchacho que había muerto, el mayor desafío de Elias fue el de la confrontación con los «profetas de Ba’al» en el Monte Carmelo.

 

Había que determinar quién era el «verdadero profeta», delante de una multitud reunida y encabezada por el rey y mediante la realización de un milagro: se había dispuesto un sacrificio sobre una pila de leña, pero no se había encendido fuego alguno; el fuego tenía que venir del cielo. Y los profetas de Ba’al invocaron el nombre de éste desde la mañana hasta el mediodía, pero no hubo voz ni respuesta (1 Reyes, capítulo 18).

 

Elias, burlándose de ellos, dijo:

«Quizá vuestro Dios está dormido; ¿por qué no le llamáis con más fuerza?»

Y ellos lo hicieron hasta el anochecer, pero no ocurrió nada. Después, Elias tomó piedras y reconstruyó un altar a Yahveh que estaba en ruinas, dispuso la leña y puso sobre ella un buey para el sacrificio, y le pidió a la gente que derramara agua sobre el altar, para asegurarse de que no había ningún fuego escondido allí. E invocó el nombre de Yahveh, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob;

«y el fuego de Yahveh descendió sobre el sacrificio, y devoró a éste y al altar».

Convencidos de la supremacía de Yahveh, el pueblo prendió a los profetas de Ba’al y los mató a todos.

Después de que Elias fuera arrebatado al cielo en un carro de fuego, su discípulo y sucesor, Eliseo, realizó también milagros para justificar su autenticidad como verdadero profeta de Yahveh. Convirtió el agua en vino, devolvió la vida a un muchacho muerto, llenó vasijas vacías con una minúscula cantidad de aceite, dio de comer a centenares de personas con un poco de sobras de comida, e hizo que una barra de hierro flotara en el agua.

¿Hasta qué punto eran creíbles estos milagros entonces? Sabemos por la Biblia (en los relatos de la época de José y, después, en el Éxodo), así como por los mismos textos egipcios, como Los Relatos de los Magos, que la corte real egipcia estaba llena de magos y adivinos. Mesopotamia tenía sacerdotes-augures y sacerdotes oraculares, adivinos, videntes e interpretadores de sueños.

 

Sin embargo, cuando se puso de moda en el siglo xix una disciplina académica llamada Crítica Bíblica, estos relatos de milagros se añadieron a la insistencia de que todo en la Biblia debía estar sustentado en fuentes independientes para que fuera creíble.

 

Afortunadamente, entre los primeros hallazgos de los arqueólogos en el siglo XIX estuvo una estela inscrita del rey moabita Mesha, en la cual el rey no sólo corroboraba los datos referentes a Judea en la época de Elias, sino que tambien se hacía una de las extrañas menciones extrabíblicas de Yahveh con su nombre completo (Fig. 87). Aunque no había corroboración de los milagros en sí, este hallazgo (y otros posteriores) fueron suficientes para autentificar los acontecimientos y las personalidades de las que se hablaba en la Biblia.

Los textos y los objetos descubiertos por los arqueólogos, además de aportar corroboraciones, también arrojaron luz sobre las profundas diferencias que había entre los profetas bíblicos y los adivinos de otras naciones. Desde el mismo principio, la palabra hebrea Nebi’im, que se traduce por «profetas» pero que significa literalmente «portavoces» de Dios, daba a entender que la magia y la adivinación no eran de ellos, sino de Dios. Los milagros eran suyos, y lo que se predecía era solamente lo que Dios había ordenado.

 

Además, en vez de actuar como empleados de la corte, como «profetas Sí-señor», solían criticar y amonestar a los poderosos por sus malas acciones y por sus erróneas decisiones de gobierno. Hasta al rey David se le reprendió por codiciar a la esposa de Urías, el hitita.

 

Por una extraña coincidencia (si es que lo fue), al mismo tiempo que David capturaba Jerusalén y daba los primeros pasos para establecer la Casa de Yahveh sobre la Plataforma Sagrada, llegó a un abrupto fin el declive y la decadencia de lo que se ha llamado la Antigua Asiría y, bajo una nueva dinastía, se le cedió el paso a lo que se ha dado en llamar período neoasirio. Y en cuanto se construyó el Templo de Yahveh, Jerusalén comenzó a atraer la atención de gobernantes lejanos.

 

Como consecuencia directa, también sus profetas llevaron sus visiones hasta la arena internacional, e incorporaron profecías referentes al mundo en general dentro de sus profecías relativas a Judea, al escindido reino septentrional de Israel, a sus reyes y a sus pueblos. Era una visión del mundo asombrosa por su alcance y su entendimiento, por profetas que, antes de ser llamados por Dios, eran en su mayoría simples aldeanos.

Estos profundos conocimientos de tierras y naciones distantes, de los nombres de sus reyes (en algún caso, incluso del apodo del rey), de su comercio y sus rutas comerciales, de sus ejércitos y de la composición de sus fuerzas de combate, debieron de sorprender incluso a los reyes de Judea de aquellos tiempos. Al menos en una ocasión, se dio una explicación. Fue el profeta Ananías el que, al advertir al rey de Judea en contra de un tratado con los árameos, le dijo al rey que confiara en la palabra de Yahveh, pues «son los ojos de Yahveh los que recorren toda la Tierra».

También en Egipto, un período de desunión terminó cuando una nueva dinastía, la XXII , reunificó el país y relanzó su implicación en los asuntos internacionales. El primer rey de la nueva dinastía, el faraón Sheshonq, obtuvo el privilegio de ser el primer soberano extranjero de una de las entonces grandes potencias en entrar por la fuerza en Jerusalén y apoderarse de sus tesoros (sin destruir ni profanar, sin embargo, el Templo).

 

El suceso, ocurrido en 928 a.C, viene contado en 1 Reyes 14 y en 2 Crónicas 12; todo ello había sido anticipado por Yahveh al rey de Judea y a sus nobles a través del profeta Semaías; es también uno de los casos en los que el relato bíblico ha sido corroborado desde un registro exterior e independiente; en este caso, por el propio faraón, en los muros meridionales del templo de Amón en Karnak.

Las invasiones asirías de los reinos judíos, registradas con toda precisión en la Biblia, comienzan con el reino septentrional, Israel. Aquí, una vez más, las anotaciones bíblicas se ven plenamente corroboradas en los anales de los reyes asirios; Salmanasar II I (858-824 a.C.) llegó incluso a representar al rey israelita Jehú postrado ante él, en una escena dominada por el Disco Alado, símbolo de Nibiru (Fig. 88).

 

Algunas décadas después, otro rey israelita impidió un ataque pagando tributo al rey asirio Tiglat-Pileser III (745-727 a.C).

Pero con eso sólo se ganó tiempo, puesto que en 722 a.C. el rey asirio Salmanasar V marchó contra el reino septentrional, capturó su capital, Samaría (Shomron, «Pequeño Sumer», en hebreo), y exilió a su rey y a sus nobles. Dos años después, el siguiente rey asirio, Sargón II (721-705 a.C), exilió al resto del pueblo, dando así nacimiento al enigma de las Diez Tribus Perdidas de Israel y terminando con la existencia independiente de aquel estado.
 

Los reyes asirios comenzaban cada registro de sus numerosas campañas militares con las palabras «Por orden de mi Dios Assur», dando a sus conquistas el aura de guerras religiosas.


La conquista y el sometimiento de Israel fue tan importante que Sargón, al registrar sus victorias en los muros de su palacio, comenzó la inscripción identificándose como «Sargón, conquistador de Samaria y de toda la tierra de Israel». Con ese logro, coronando todas sus demás conquistas, escribió:

«Agrandé el territorio perteneciente a Assur, el rey de los Dioses.»

Mientras todas estas calamidades, según la Biblia, caían sobre el estado septentrional de Israel, debido a que sus líderes y el pueblo no habían tenido en cuenta las advertencias y las admoniciones de los profetas, los reyes de Judea, en el sur, estaban más atentos a las directrices proféticas y, de momento, disfrutaban de un período de relativa paz. Pero los asirios tenían los ojos puestos en Jerusalén y en su templo y, por razones que no se explican en sus anales, muchas de sus expediciones militares comenzaban en la región de Jarán para luego extenderse hacia el oeste, hacia la costa mediterránea.

 

Curiosamente, en los anales de los reyes asirios, en los que se describen sus conquistas y sus dominios en la región de Jarán, se identifica por su nombre a dos ciudades, una llamada Najor y otra llamada Labán, ciudades que llevan los nombres del hermano y del cuñado de Abraham.

No iba a tardar mucho en llegar el turno de Judea, y concretamente de Jerusalén, de verse bajo el ataque asirio. El trabajo de extender los territorios y la «orden» del Dios Assur de tomar la Casa de Yahveh recayó sobre Senaquerib, el hijo de Sargón II y su sucesor, en 704 a.C. Con el objetivo de consolidar las conquistas de su padre y de poner fin a las periódicas rebeliones en las provincias asirias, consagró su tercera campaña (701 a.C.) a la captura de Judea y de Jerusalén.

Los acontecimientos y las circunstancias de esta tentativa se registran ampliamente tanto en los anales asirios como en la Biblia, convirtiéndola en uno de los casos mejor documentados de veracidad bíblica. Es también un caso en el que se demuestra la verosimilitud de la profecía bíblica, su valor como guía de predicción y el alcance de su visión geopolítica.

En cuanto a Ezequías, el judío, que no se sometió a mi yugo, 46 de sus fortalezas y ciudades amuralladas, así como las pequeñas ciudades de sus alrededores, que eran innumerables - allanando con arietes (?) y utilizando máquinas de asedio (?), atacando y asaltando a pie, con minas, túneles y brechas (?), asedié y tomé (esas ciudades).

200.150 personas, grandes y pequeñas, varones y hembras, caballos, mulas, asnos, camellos, vacas y ovejas, sin número, me llevé de ellos y conté como botín. A él mismo, como un pájaro enjaulado hice callar en Jerusalén, su ciudad real.

Y lo que es más, existen evidencias físicas (en nuestros días) que corroboran e ilustran un aspecto importante de estos acontecimientos; hasta el punto que uno puede ver con sus propios ojos cuán real y verídico fue todo.

Si comenzamos el relato de los acontecimientos con las palabras del propio Senaquerib, nos daremos cuenta de que aquí, una vez más, la campaña contra la lejana Jerusalén comenzó con un rodeo por el «País de Hatti», por la región de Jarán, para hacer después un viraje brusco hacia el oeste, hacia la costa mediterránea, donde la primera ciudad en ser atacada fue Sidón:

En mi tercera campaña, marché contra Hatti.

Luli, rey de Sidón, a quien la terrorífica

fascinación de mi señorío abrumó,

huyó lejos de su tierra y pereció.

El esplendor sobrecogedor del Arma de Assur,

mi señor, arrolló las ciudades fuertes de la Gran Sidón...

Todos los reyes, desde Sidón hasta Arvad, Biblos, Ashdod,

Beth-Ammon, Moab y Adom trajeron suntuosos regalos;

al rey de Ashkelon lo deporté a Asiría...

La inscripción (Fig. 88b) proseguía:

En cuanto a Ezequías de Judea

que no se sometió a mi yugo,46 de sus fortalezas y ciudades amuralladas,

así como las pequeñas ciudades de sus alrededores, que eran innumerables...asedié y tomé.
200.150 personas, viejos y jóvenes, varones y hembras, caballos, mulas, camellos, asnos, vacas y ovejas,

me llevé de ellos.

A pesar de estas pérdidas, Ezequías no claudicó, porque el profeta Isaías había profetizado:

«No tengas miedo del atacante, pues Yahveh impondrá Su espíritu sobre él, y él escuchará un rumor, y regresará a su tierra, y allí caerá por la espada...

«Así dice Yahveh: ¡el rey de Asiria no entrará en esta ciudad! Por donde vino, volverá, pues yo protejo esta ciudad para salvarla, por mí y por David, mi siervo»

2 Reyes, capítulo 19

Senaquerib, desafiado por Ezequías, pasó a afirmar esto en sus anales: En Jerusalén, hice a Ezequías prisionero en su palacio real,como un pájaro en una jaula, lo cerqué con terraplenes, acosando a todos aquellos que salían por las puertas de la ciudad.

«Y después arrebaté regiones del reino de Ezequías y se las di a los reyes de Ashdod, Ekrón y Gaza -ciudades-estado filisteas y aumenté el tributo sobre Ezequías», escribió Senaquerib;

y después hizo una relación del tributo que Ezequías «me envió más tarde a Nínive».

Así, casi imperceptiblemente, los anales no mencionan ni la toma de Jerusalén ni la captura de su rey; sólo la imposición de un gravoso tributo: oro, plata, piedras preciosas, antimonio, piedras rojas talladas, mobiliario con incrustaciones de marfil, pieles de elefante «y todo tipo de tesoros valiosos».

Pero todo este alarde omite contar lo que sucedió realmente en Jerusalén; la fuente más completa del relato es la Biblia. En ella dice, en 2 Reyes 18 y, de igual modo, en el libro del profeta Isaías y en Crónicas, que,

«en el decimocuarto año de Ezequías, Senaquerib, el rey de Asiria, cayó sobre todas las ciudades fortificadas de Judea y las tomó. Entonces, Ezequías, el rey de Judea, envió palabra al rey de Asiria, que estaba en Lakish, diciendo:

“He pecado; vuelve, y cualquier cosa que me impongas la afrontaré.”

El rey de Asiria le impuso a Ezequías, el rey de Judea, trescientos talentos de plata y treinta de oro»

Y Ezequías lo pagó todo, incluyendo como tributo extra las ataraceas de bronce del templo y las puertas del palacio, y se lo entregó a Senaquerib.

Pero el rey de Asiria incumplió su trato. En lugar de retirarse y volver a Asiria, envió una gran fuerza contra la capital de Judea; y como se solía hacer en la táctica de asedio, lo primero que hicieron los ata-cantes fue apoderarse de las reservas de agua de la ciudad. Esta táctica había funcionado en todas partes, pero no en Jerusalén. Pues, sin saberlo los asirios, Ezequías había excavado un túnel de agua bajo las murallas de la ciudad, desviando las abundantes aguas del Manantial de Gihon hasta la Piscina de Silo’am, en el interior de la ciudad. Este túnel secreto y subterráneo proporcionaba agua fresca a los sitiados, trastocando los planes de los asirios.

Frustrado ante el fracaso del asedio para someter a la ciudad, el comandante asirio recurrió a la guerra psicológica. Hablando en hebreo, para que la mayoría de los defensores pudieran comprenderlo, señaló la inutilidad de la resistencia. Ninguno de los otros Dioses habían podido salvar sus naciones; ¿quién es este «Yahveh» y por qué se iba a comportar mejor con Jerusalén? Era un Dios tan falible como los demás...

Al escuchar esto, Ezequías se desgarró los vestidos, se cubrió de sayal y fue hasta el Templo de Yahveh, y oró a,

«Yahveh, el Dios de Israel, que moras sobre los querubines, el único Dios sobre todas las naciones, hacedor del Cielo y la Tierra».

Tras asegurarle que su oración había sido escuchada, el profeta le reiteró la promesa divina: el rey asirio no entrará jamás en la ciudad; regresará a su hogar fracasado, y allí será asesinado.

Aquella noche tuvo lugar un milagro divino, y la primera parte de la profecía se hizo realidad:

Y sucedió aquella noche,

que el ángel de Yahveh salió

e hirió en el campamento asirio

a ciento ochenta y cinco mil.

Y al amanecer, he aquí:
todo lo que había eran cadáveres.
Así, Senaquerib, el rey de Asiría, partió
y volviéndose, se quedó en Nínive.
2 Reyes 19,35-36

En una especie de posdata, la Biblia se asegura de anotar que la segunda parte de la profecía también se cumplió, añadiendo:

«Y Senaquerib se fue, y volvió a Nínive. Y sucedió que estando él postrado en el templo ante su Dios Nisrok, que Adrammélek y Saréser le mataron a espada; y huyeron al país de Ararat. Su hijo Asaradón se convirtió en rey en su lugar.»

La posdata bíblica relativa a la manera en la cual murió Senaquerib ha desconcertado durante mucho tiempo a los expertos, pues los anales reales asirios dejan la muerte del rey sumida en el misterio. Ha sido recientemente cuando los expertos, con la aportación de hallazgos arqueológicos adicionales, han confirmado el relato bíblico: Senaquerib fue ciertamente asesinado (en el año 681 a.C.) por dos de sus hijos, convirtiéndose en heredero al trono otro de ellos, el más joven, llamado Asaradón.

También nosotros podemos añadir una posdata para confirmar aún más la veracidad de la Biblia.

A principios del siglo XIX, los arqueólogos descubrieron en Jerusalén que el Túnel de Ezequías era un hecho, no un mito: que hubo realmente un túnel subterráneo que sirvió para llevar agua en secreto hasta el interior de Jerusalén, ¡un túnel que atravesaba la roca natural de la ciudad bajo las murallas defensivas desde el tiempo de los reyes de Judea!

En 1838, el explorador Edward Robinson fue el primero en los tiempos modernos en atravesarlo en toda su longitud, 533 metros. En décadas posteriores, otros renombrados exploradores de la antigua Jerusalén (Charles Warren, Charles Wilson, Claude Conder, Conrad Schick) limpiaron y examinaron el túnel en sus diferentes secciones.

Ciertamente, conectaba el Manantial de Gihon (fuera de las murallas defensivas) con la Piscina de Silo’am, en el interior de la ciudad (Fig. 89). Después, en 1880, unos niños que estaban jugando descubrieron más o menos a mitad del túnel una inscripción tallada en la pared. Las autoridades turcas de la época ordenaron que se extirpara el segmento inscrito de la pared y que se llevara a Estambul (la capital de Turquía).

 

Se determinó entonces que la inscripción (Fig. 90), en una hermosa y antigua escritura hebrea, habitual en la época de los reyes de Judea, conmemoraba la terminación del túnel, cuando los trabajadores de Ezequías, perforando la roca desde ambos extremos, se encontraron en el punto donde estaba la inscripción.

La inscripción (en el trozo de roca que se extrajo de la pared del túnel), que se exhibe en el Museo Arqueológico de Estambul, dice lo siguiente:

... el túnel. Y éste es el relato del encuentro en la perforación. Cuando cada uno de [los trabajadores levantó] el pico contra su compañero, y mientras quedaban todavía tres codos por perforar, se escuchó la voz de un hombre llamando a su compañero, pues había una grieta en la roca, a la derecha... Y en el día en que se encontraron, los trabajadores golpearon cada uno hacia su camarada, pico contra pico. Y el agua empezó a correr desde su fuente hasta la piscina, mil doscientos codos; y la altura de la roca por encima de las cabezas de los trabajadores del túnel era de cien codos.

La exactitud y la veracidad del relato bíblico sobre los acontecimientos de Jerusalén se extiende hasta los sucesos acaecidos en la lejana Nínive concernientes a la sucesión del trono de Asiría: hubo ciertamente un hecho sangriento que enfrentó a los hijos de Sena querib con su padre y que terminó con la subida al trono del hijo más joven, Asaradón. Estos acontecimientos sangrientos se describen en los Anales de Asaradón (en el objeto conocido como Prisma B), en los cuales éste atribuye su elección para la realeza por encima de sus hermanos mayores a un oráculo que los Dioses Shamash y Adad dieran a Senaquerib; una elección aprobada por los grandes Dioses de Asiria y Babilonia «y todos los demás Dioses residentes en el Cielo y en la Tierra».

El sangriento fin de Senaquerib fue sólo un acto más del terrible drama relativo al papel y a la posición del Dios Marduk. La pretensión asiria de poner a los babilonios bajo sus talones y anexionarse Babilonia llevándose a Marduk a la capital asiria no funcionó, y unas décadas después Marduk fue devuelto a su respetada posición en Babilonia. Los textos sugieren que un aspecto crucial de la restauración del Dios fue la necesidad de celebrar la festividad de Akitu del Año Nuevo, en la cual se leía públicamente el Enuma elish y se interpretaba la Resurrección de Marduk en un Misterio de Pasión, en Babilonia y en ninguna otra parte.


Hacia la época de Tiglat-Pileser III , para legitimar al rey, éste tenía que humillarse ante Marduk hasta que el Dios «tomara mis manos entre las suyas» (en palabras del rey).

Para fortalecer su elección de Asaradón como sucesor suyo, Senaquerib le designó virrey de Babilonia (y él mismo se nombró «Rey de Sumer y Acad»). Y cuando ascendió al trono, Asaradón prestó el solemne juramento de oficiar «en la presencia de los Dioses de Asiria:

Assur, Sin, Shamash, Nebo y Marduk»

(Ishtar, aunque no estaba presente, también fue invocada en anales posteriores).

Pero todos esos esfuerzos por ser religiosamente inclusivos no consiguieron traer la estabilidad ni la paz. A principios del siglo VII a.C, entrando ya en la segunda mitad de lo que, contando hacia delante desde el inicio Sumerio, sería el Último Milenio, la confusión se apoderó de las grandes capitales y se difundió por todo el mundo antiguo.

Los profetas bíblicos vieron todo lo que se avecinaba; era el principio del Fin, anunciaban en nombre de Yahveh.

En el profetizado escenario de los acontecimientos por venir, Jerusalén y su Plataforma Sagrada iban a ser el punto focal de una catarsis global. La furia divina se iba a manifestar, en primer lugar, contra la ciudad y su pueblo, pues habían abandonado a Yahveh y sus mandamientos. Los reyes de las grandes naciones iban a ser los instrumentos de la ira de Yahveh. Pero también ellos, cada uno en su momento, serían juzgados en el Día del Juicio.

«Será un juicio sobre toda carne, pues Yahveh está en disputa con todas las naciones», anunciaba el profeta Jeremías.

El profeta Isaías decía en nombre de Yahveh que Asiría sería el azote del castigo; anticipó que sería ella la que golpearía a muchas naciones, y que llegaría a invadir Egipto (una profecía que se haría realidad); pero, después, Asiria sería juzgada también por sus pecados. Babilonia sería la siguiente, decía el profeta Jeremías; su rey caería sobre Jerusalén, pero setenta años más tarde (como así sucedería) también Babilonia sería puesta de rodillas. Los pecados de las naciones, grandes y pequeñas, desde Egipto y Nubia hasta la distante China (!), serían juzgados en el Día de Yahveh.

Una a una, las profecías se fueron cumpliendo. De Egipto, el profeta Isaías anticipó su ocupación por fuerzas asirías tras tres años de guerra. La profecía se hizo realidad a manos de Asaradón, el sucesor de Senaquerib. Lo que merece destacarse, además del hecho de que la profecía se cumpliera, es que, antes de llevar a su ejército hacia el oeste y después hacia el sur hasta Egipto, ¡el rey asirio diera un rodeo por Jarán!

Eso fue en el 675 a.C. En el mismo siglo, el hado de la misma Asiria quedó sellado. Una Babilonia resurgida, bajo el rey Nabopolasar, tomó la capital asiria de Nínive rompiendo las represas del río para inundar la ciudad, exactamente como había predicho el profeta Nahúm (1,8). Era el año 612 a.C.

Los restos del ejército asirio se retiraron, desde todos los lugares, hasta Jarán; pero allí haría su aparición el instrumento definitivo del juicio divino. Sería, le contó Yahveh a Jeremías (Jeremías 5,15-16), «una nación distante... una nación cuya lengua tú no conoces»:

Mirad,
un pueblo viene de tierras del norte,
una gran nación se despierta
en los confines de la Tierra.
Blanden arcos y lanzas,
son crueles, no muestran misericordia.
El sonido de ellos es como el mar rugiente,
cabalgan sobre caballos,
dispuestos como hombres de batalla.
Jeremías 6,22-23

Las crónicas mesopotámicas de la época hablan de una aparición repentina, desde el norte, de los Umman-Manda; quizás hordas de avanzada de los escitas de Asia central, quizá precursores de los medas de las tierras altas de lo que ahora es Irán, quizás una combinación de ambos. En 610 a.C, tomaron Jarán, donde se refugiaban los restos del ejército asirio, y consiguieron el control de la vital encrucijada. En 605 a.C, el ejército egipcio, encabezado por el faraón Nekó, atacó de nuevo (como Tutmosis III había intentado antes del Éxodo) para alcanzar y capturar Naharin, en el Alto Eufrates.

 

Pero una fuerza combinada de babilonios y de Umman-Manda le dieron al imperio egipcio el golpe de gracia final en la crucial batalla de Karkemish, cerca de Jarán. Sucedió todo como había profetizado Jeremías en lo concerniente al altivo Egipto y a su rey Nekó:

Como un río que sube y como aguas en oleadas
ha sido Egipto [diciendo],
subiré, cubriré la Tierra,
barreré ciudades y a todos los que moran en ellas...
Pero ese día,
el día de Yahveh, Señor de los Ejércitos, será
un día de retribución,
en la tierra del norte, junto al río Eufrates...
Así dice Yahveh, Señor Dios de Israel:
«He hecho mandamientos sobre Amón de Tebas,
y sobre Faraón, y sobre Egipto y sus Dioses
y sus reyes; sobre Faraón y todos los que en él confían:
En manos de aquellos que buscan matarles,
en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia,
y en manos de sus siervos
los entregaré.»
Jeremías 46

Asiría fue vencida; el vencedor se convirtió en víctima. Egipto fue derrotado y sus Dioses avergonzados. No quedó poder en pie frente a Babilonia, ni para que Babilonia representara la ira de Yahveh contra Judea, y después encontrara su propio hado.

Ante el timón de Babilonia estaba ahora un rey de ambiciones imperiales. Se le dio el trono como reconocimiento por la victoria de Karkemish, y el nombre real de Nabucodonosor (el segundo), un nombre teofórico que incluía el nombre de Nabu, el hijo y portavoz de Marduk. No perdió el tiempo en lanzar nuevas campañas militares «por la autoridad de mis señores Nabu y Marduk». En 597 a.C, envió sus fuerzas hacia Jerusalén, aparentemente sólo para quitar a su rey, proegipcio, Joaquim, y sustituirlo por su hijo, Joaquín, un jovencito.

 

Aquello resultó no ser más que una prueba pues, de un modo u otro, Nabucodonosor estaba destinado (por hado) a representar el papel que Yahveh le había asignado como azote de Jerusalén por los pecados de su pueblo; pero, en última instancia, también Babilonia sería juzgada:

Ésta es la palabra de Yahveh concerniente a Babilonia:

Anunciadlo entre las naciones,

Levantad un estandarte y proclamad,

no neguéis nada, anunciad:«Ha sido tomada Babilonia,

su Señor está avergonzado, desmayó Marduk;

sus ídolos están marchitos, sus fetiches encogidos.»

Pues una nación del norte ha caído sobre ella

desde el norte; convertirá su tierra en desolación, sin moradores.
Jeremías 50,1-3

Será una catarsis mundial, en la cual no sólo las naciones, sino también sus Dioses serán llamados a rendir cuentas, aclaró Yahveh, el «Señor de los Ejércitos». Pero al término de la catarsis, tras la llegada del Día del Señor, Sión será reconstruida y todas las naciones del mundo se reunirán para adorar a Yahveh en Jerusalén.

Cuando todo esté dicho y hecho, declaró el profeta Isaías, Jerusalén y su reconstruido Templo serán la única «Luz sobre las naciones». Jerusalén sufrirá su Hado, pero se levantará para cumplir con su Destino:

Vendrá a suceder en el Fin de los Días:

El Monte del Templo de Yahveh
se asentará delante de todas las montañas
y será exaltado por encima de todas las colinas;
y todas las naciones se congregarán en él.
Y muchos pueblos vendrán y dirán:
«Venid, subamos a la Montaña de Yahveh,
al Templo del Dios de Jacob,
para que Él nos enseñe sus caminos y
nosotros sigamos Su sendero;
pues de Sión vendrá la instrucción
y la palabra del Dios de Jerusalén.»
Isaías 2,2-3

En aquellos acontecimientos y profecías concernientes a los grandes poderes, a Jerusalén y a su Templo, y a lo que estaba por venir en los Últimos Días, los profetas de Tierra Santa se unieron al profeta Ezequiel, a quien se le habían mostrado Visiones Divinas a orillas del río Jabur, en la lejana Jarán.

Pues allí, en Jarán, estaba destinado que llegara a su fin el drama divino y humano que comenzara con el cruce de caminos de Marduk y Abraham, al mismo tiempo que Jerusalén y su Templo se enfrentaban a su Hado.

 

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