04. ENTRE HADO Y DESTINO

¿Fue el Hado, o fue el Destino, el que llevó a Marduk con mano invisible a través de milenios de problemas y tribulaciones hasta su meta final: la supremacía en la Tierra?


No muchas lenguas disponen de esa opción en las palabras para ese «algo» que predetermina el resultado de los acontecimientos aún antes de que ocurran, e incluso en la nuestra sería difícil explicar la diferencia. Los mejores diccionarios explican un término con el otro, considerando como sinónimos de ambos «fatalidad», «suerte» y «fortuna». Pero en la lengua sumeria, y por tanto en la filosofía y en la religión sumerias, había una clara distinción entre los dos. Destino, NAM, era el curso predeterminado de los acontecimientos, un curso que era inalterable. Hado era NAM.TAR, el curso predeterminado de los acontecimientos que se podía alterar; literalmente, TAR, cortar, romper, molestar, cambiar.

La distinción no era una cuestión de mera semántica; era el centro de algo que afectaba y dominaba los asuntos de Dioses y hombres, de tierras y ciudades. ¿Acaso algo que iba a ocurrir, o algo que hubiera ocurrido, era Destino, era algo inalterable? ¿O era una combinación de acontecimientos azarosos, o de decisiones tomadas, o de altibajos temporales que podrían ser fatales o no, y que otro acontecimiento azaroso, o una oración, o un cambio en la forma de vida podría haber llevado a un resultado diferente? Y si era así, ¿cuál podría haber sido ese resultado diferente?

La fina línea para diferenciar entre los dos quizás esté desdibujada hoy en día, pero había una diferencia muy bien definida en tiempos sumerios y bíblicos. Para los sumerios, el Destino se iniciaba en los cielos, comenzando con los preordenados senderos orbitales de los planetas. En el momento en que el Sistema Solar obtuvo su forma y su composición, después de la Batalla Celestial, las órbitas planetarias se convirtieron en Destinos imperecederos; el término y el concepto pudieron aplicarse después al curso futuro de los acontecimientos en la Tierra, comenzando con los Dioses, que tenían sus homólogos celestes.

En el mundo bíblico, era Yahveh el que controlaba tanto Destinos como Hados, pero mientras los primeros estaban predeterminados y eran inalterables, los segundos (los Hados) podían verse afectados por las decisiones humanas. Debido a las fuerzas primeras, el curso de los acontecimientos futuros se podía predecir con años, siglos o incluso milenios de antelación, como cuando Yahveh le reveló a Abraham el futuro de sus descendientes, incluida la estancia de cuatrocientos años en Egipto (Génesis 15,13-16).

 

El cómo fuera a acaecer esa estancia (se originó con la búsqueda de alimentos durante una gran hambruna) era una cuestión de Hado; que la estancia comenzara con una inesperada bienvenida (debido a que José, mediante una serie de ocurrencias consecutivas, se convertiría en primer ministro de Egipto) era cuestión de Hado; pero que la estancia (después de un período de esclavitud) terminara con un Éxodo liberador en un momento predeterminado era un Destino, preordenado por Yahveh.

Por haber sido llamados por Dios a la profecía, los profetas bíblicos podían predecir el futuro de reinos y países, de ciudades, reyes e individuos. Pero dejaban claro que sus profecías eran meras expresiones de las decisiones divinas. «Así dice Yahveh, Señor de los Ejércitos» era como solía comenzar el profeta Jeremías cuando se predecía el futuro de reinos y soberanos. «Así dice el Señor Yahveh», anunciaba el profeta Amos.

Pero en cuanto a los Hados, el libre albedrío y la libertad de elección de las personas y las naciones podían entrar, y de hecho entraban, en juego. A diferencia de los Destinos, los Hados se podían alterar, y se podían evitar los castigos si la rectitud sustituía al pecado, si la piedad sustituía a la profanación, si la justicia sustituía a la injusticia.

«No es la muerte del malvado lo que busco, sino que el malvado cambie de conducta y viva», le dice el Señor Dios al profeta Ezequiel (33,11).

La distinción que hicieron los sumerios entre Hado y Destino, y el modo en que ambos pueden jugar su papel en la vida de una persona, queda de manifiesto en la historia vital de Gilgamesh. Como ya hemos dicho, era hijo del sumo sacerdote de Uruk y de la Diosa Ninsun. Cuando creció y comenzó a pensar en los temas de la vida y la muerte, le planteó la pregunta a su padrino, el Dios Utu/Shamash:

En mi ciudad, muere el hombre; oprimido está mi corazón.

El hombre perece, pesaroso está mi corazón...

Ni el hombre más alto puede alcanzar el cielo;

Ni el hombre más ancho puede cubrir la Tierra.

¿También «miraré yo por encima del muro»?

¿También seré marcado yo por el hado de este modo?

La respuesta de Utu/Shamash no fue muy estimulante.

«Cuando los Dioses crearon a la Humanidad -le dijo-, le asignaron la muerte a la Humanidad; conservaron la Vida para su propia custodia. Éste es vuestro Destino; así, mientras estés vivo, y lo que hagas mientras tanto, es un Hado que se puede cambiar o alterar, disfrútalo y aprovéchalo al máximo.»
¡Manten tu vientre Heno, Gilgamesh;

estáte alegre día y noche!
¡De cada día, haz una fiesta de regocijo;

día y noche, baila y juega!
Que tus prendas exhalen frescura,

báñate en el agua, que te laven la cabeza.

Presta atención a lo pequeño que sostienes en tu mano,

Deja que tu esposa disfrute en tu pecho.

Éste es el hado de la Humanidad.

Al recibir esta respuesta, Gilgamesh se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era tomar una acción drástica para cambiar su Destino, no simplemente su Hado; de otro modo, encontraría el mismo fin que cualquier mortal. Con la reluctante bendición de su madre, se embarcó en un viaje hasta el Lugar de Aterrizaje, en las Montañas de los Cedros, para unirse allí a los Dioses. Pero el Hado intervino una y otra vez. Primero, en la forma de Huwawa, el robótico guardián del Bosque de Cedros; después, a través del deseo carnal de Inanna/ Ishtar por el rey, y el desaire que llevó a la muerte del Toro del Cielo. Gilgamesh y su compañero Enkidu reconocieron y consideraron ya entonces, incluso después de matar a Huwawa, el papel del Hado (Namtar).

 

En el texto épico se cuenta cómo los dos camaradas se sientan y contemplan el esperado castigo. Enkidu, siendo el que había dado el golpe de gracia, pondera cuál será su hado. Gilgamesh le conforta: «No te preocupes -le dice-: es cierto que el «Conjurador» Namtar puede devorar, pero también deja que el pájaro cautivo vuelva a su lugar, deja que el hombre cautivo regrese al seno de su madre.» Caer en las manos de Namtar no es algo inalterable; con frecuencia, el Hado invierte su sentido.

Negándose a rendirse, Gilgamesh se embarcó en un segundo viaje, esta vez al espaciopuerto de la península del Sinaí. Sus problemas y tribulaciones durante el viaje fueron incontables, pero perseveró. Al final, se las ingenió para conseguir el fruto que le habría dado la eterna juventud; pero una serpiente se lo arrebató cuando el cansado Gilgamesh se quedó dormido, y volvió a Uruk con las manos vacías, para allí morir.

Una serie de preguntas del tipo ¿qué habría pasado si...? vienen de forma natural a la mente.

  • ¿Qué habría pasado si las cosas hubieran terminado de otra forma en las Montañas de los Cedros?

  • ¿Habría conseguido Gilgamesh ascender a los cielos y unirse a los Dioses en su planeta?

  • ¿Qué habría pasado si no se hubiera quedado dormido y hubiera conservado la Planta de la Eterna Juventud?

Un texto sumerio titulado por los expertos La Muerte de Gilgamesh nos proporciona una respuesta. Explica que el fin estaba predeterminado; que no había forma de que Gilgamesh, tomando en sus propias manos su Hado una y otra vez, pudiera haber cambiado su Destino. El texto ofrece esta conclusión dando cuenta de un sueño-augurio de Gilgamesh en el que había una predicción de su fin. He aquí lo que se le dice al héroe:

Oh, Gilgamesh, éste es el significado del sueño: El gran Dios Enlil, padre de los Dioses, había decretado tu destino. Él determinó el hado de tu realeza; pero no te ha destinado para la vida eterna.

A Gilgamesh se le dice que su Hado ha sido desautorizado por el Destino. El Hado le había llevado a ser rey; pero el Destino no le iba a permitir evitar la muerte. Y, así destinado, se dice de la muerte de Gilgamesh:

«Él, que fuera firme de músculo, yace incapaz de levantarse... Él, que había ascendido montañas, yace, no se levanta.»

«En el lecho de Namtar yace, no se levanta.»

El texto hace una relación de todas las cosas buenas que había vivido Gilgamesh: la realeza, las victorias en la batalla, la bendición de la familia, sus fieles sirvientes, sus hermosas vestimentas; pero, reconociendo la interacción entre Hado y Destino, concluye explicándole a Gilgamesh: las dos cosas, «la luz y la oscuridad de la Humanidad se te concedieron». Pero, al final, dado que el Destino se impuso al Hado, «Gilgamesh, el hijo de Ninsun, yace muerto».

La pregunta ¿Qué habría pasado si...? se puede extender desde una persona hasta abarcar a toda la Humanidad. ¿Qué habría ocurrido con el curso de los acontecimientos en la Tierra (y en otras partes del Sistema Solar) si el plan original de Ea de obtener oro de las aguas del Golfo Pérsico hubiera tenido éxito?

 

En un giro crucial de los acontecimientos, Anu, Enlil y Ea echaron las suertes para ver quién gobernaría en Nibiru, quién iría a las minas en el sureste de África y quién se encargaría del desarrollado Edin. Ea/Enki fue a África y, encontrándose allí a los evolucionados homínidos, pudo decir a los Dioses en la asamblea:

¡El Ser que necesitamos, existe; todo lo que tenemos que hacer es ponerle nuestra marca genética!

El texto del Atra Hasis, reunido por W. G. Lambert y A. R. Millard a partir de diversas interpretaciones y de muchos fragmentos, cuenta de este modo el trascendental instante:

Los Dioses se han tomado de las manos, han echado suertes y han repartido.

¿Habría tenido lugar esa hazaña de ingeniería genética si Anu o Enlil hubiera sido el que fuera al sureste de África?

¿Habríamos aparecido de todas formas sobre el planeta, a través de la evolución solamente? Es muy probable, pues así es como los Anunnaki (¡de la misma simiente de vida!) evolucionaron en Nibiru, aunque mucho antes que nosotros. Pero, en la Tierra, nosotros aparecimos a través de la ingeniería genética, cuando Enki y Nimah se adelantaron a los acontecimientos de la evolución e hicieron al Adán, el primer «bebé probeta».

La lección de La Epopeya de Gilgamesh es que el Hado no puede cambiar el Destino. Creemos que la aparición del Homo sapiens en la Tierra fue una cuestión de Destino, un resultado final que podría haber sido retrasado o conseguido de otro modo, pero que se habría alcanzado sin duda alguna. De hecho, creemos que, aun cuando los Anunnaki hubieran estimado que su llegada a la Tierra había sido una decisión suya, basada en sus propias necesidades, esto también estaba, así lo creemos, predeterminado, destinado por un plan cósmico. E igualmente creemos que el Destino de la Humanidad será el repetir lo que los Anunnaki nos hicieron a nosotros, yendo a otro planeta para comenzar todo el proceso de nuevo.

Uno de los que comprendió la conexión entre el Hado y las doce constelaciones zodiacales fue el propio Marduk. Éstas constituían lo que hemos llamado Tiempo Celestial, el vínculo entre el Tiempo Divino (el período orbital de Nibiru) y el Tiempo Terrestre (el año, meses, estaciones, días y noches resultantes de la órbita terrestre, de su inclinación y de la rotación sobre su eje).

 

Las señales celestes que Marduk invocó (la llegada de la Era Zodiacal del Carnero) eran señales en el reino del Hado. Lo que él necesitaba para solidificar su supremacía, para eliminar de ella la idea de que, como Hado, se podía cambiar, revisar o invertir, era un Destino Celestial. Y para ese fin ordenó lo que se podría considerar la falsificación más audaz jamás perpetrada.

Estamos hablando del texto más sagrado y básico de los pueblos de la antigüedad: La Epopeya de la Creación, el núcleo y lecho de roca de su fe, su religión y su ciencia.


Llamado a veces por los versos de inicio Enuma elish (Cuando en las Alturas del Cielo), era un relato de los acontecimientos en los cielos que implicaron a los Dioses celestiales en una Batalla Celestial, cuyos resultados hicieron posible todo lo bueno en la Tierra, incluida la existencia de la Humanidad. Los expertos que comenzaron a recomponer el texto a partir de muchos fragmentos, todos ellos, sin excepción, lo vieron como un mito celestial, una alegoría de la lucha eterna entre el bien y el mal.

El hecho de que muchas esculturas murales descubiertas en Mesopotamia representaran a un Dios alado (es decir, celestial) luchando con un monstruo alado (es decir, celestial) cristalizó la noción de que había un antiguo precursor del relato de San Jorge y el Dragón. De hecho, algunas de las primeras traducciones del texto parcial lo titularon Bel y el Dragón. En aquellos textos, el Dragón recibía el nombre de Tiamat, y Bel («el Señor») no era otro que Marduk.

Fue ya en 1876 cuando George Smith, recomponiendo fragmentos en el Museo Británico de tablillas de arcilla inscritas de Mesopotamia, publicó la obra maestra The Chaldean Génesis, que sugería la existencia de una historia babilónica que se correspondía con partes de la creación en el Génesis de la Biblia; y después, el Custodio de Antigüedades de Babilonia del Museo, L. W. King, lo siguió con su autorizada obra The Seven Tablets of Creation para dejar definitivamente establecida la correlación entre los siete días bíblicos de la creación y las anteriores fuentes mesopotámicas.

Pero, si ése había sido el caso, ¿cómo se le podía seguir llamando alegoría al texto babilónico? Pues, haciéndolo así, también se catalogaba como de alegoría, y no de Acto Divino inalterable, el relato del Génesis, que había sido el lecho de roca del monoteísmo y de las creencias judeocristianas.

En nuestro libro El 12° Planeta, de 1976, sugeríamos que ni el texto mesopotámico ni la condensada versión bíblica eran mito ni alegoría. Sugeríamos que se basaban en una cosmogonía de lo más sofisticada, una cosmogonía que, basada en una avanzada ciencia, describía paso a paso la creación de nuestro Sistema Solar; y luego hablaba de la aparición de un planeta extraviado desde el espacio exterior que había entrado en nuestro Sistema Solar para terminar colisionando con un antiguo miembro de la familia del Sol.

 

La subsiguiente Batalla Celestial entre el invasor («Marduk») y el antiguo planeta (Tiamat) llevó a la destrucción de este último. La mitad de él quedó convertido en pedazos y conformó el Brazalete Repujado; la otra mitad cambió de órbita y se convirtió en el planeta Tierra, llevando consigo al satélite más grande de Tiamat, la Luna. Y el invasor, atraído hasta el centro de nuestro Sistema Solar y ralentizado por la colisión, se convirtió en el duodécimo miembro del sistema.

En un libro posterior, Genesis Revisited (1990), demostramos que todos los avances en nuestros conocimientos celestes corroboraban el relato sumerio, un relato que explicaba satisfactoriamente la historia de nuestro Sistema Solar, el enigma de los continentes de la Tierra, agrupados sólo en un lado, con un inmenso hueco (la cuenca del Pacífico) en el otro lado, el origen del Cinturón de Asteroides y de la Luna, el motivo de que Urano yazga de costado y el de la extraña órbita de Plutón, etc. Los conocimientos extras que hemos obtenido a través del estudio de los cometas, de la utilización del telescopio espacial Hubble y de las exploraciones de la Luna (tripuladas) y de otros planetas de nuestro Sistema Solar (con naves no tripuladas) siguen corroborando los datos súmenos, tal como los hemos interpretado.

Al llamar sumeria, más que babilónica, a la cosmogonía subyacente a La Epopeya de la Creación, estamos dando una pista de la verdadera fuente y naturaleza del texto. El descubrimiento de fragmentos de una versión sumeria más antigua del Enuma elish convenció a los expertos de que La Epopeya de la Creación fue originalmente un texto sumerio en el cual el planeta invasor recibía el nombre de NIBIRU, y no el de «Marduk».

 

Los expertos están convencidos ahora de que la existente versión babilónica fue una falsificación deliberada que pretendía equiparar al Marduk que había en la Tierra con el «Dios» celestial/planetario que cambió la disposición de los cielos, que le dio al Sistema Solar su forma actual y que, por decirlo de alguna manera, creó la Tierra y todo lo que en ella había. Ahí se incluía a la Humanidad, pues, según la versión original sumeria, fue Nibiru el que, viniendo desde otra parte del universo, trajo consigo la «Simiente de Vida» y se la transmitió a la Tierra durante la colisión.

(A este respecto, habría que puntualizar que la ilustración que durante tanto tiempo se pensó que representaba a Marduk luchando con el Dragón es, también, completamente errónea. Es una pintura de Asiría, donde el Dios supremo era Assur, y no de Babilonia; se representa a la deidad a modo de Hombre Águila, lo cual indica un ser enlilita; el tocado divino tiene tres pares de cuernos, lo cual indica un rango de 30, que no era el rango de Marduk; y como arma lleva un rayo ahorquillado, arma divina de Ishkur/Adad, hijo de Enlil, no de Enki.)


Tan pronto como Marduk se hizo con la soberanía en Babilonia, se cambiaron los ritos del Año Nuevo para requerir la lectura pública (en la cuarta noche de la festividad) del Enuma elish en su nueva versión babilónica; en ésta, la supremacía de Marduk en la Tierra sólo era equiparable a su supremacía en los cielos, como el planeta de mayor órbita, aquel que abarca a todos los demás en su recorrido.

La clave para esta distinción fue el término «Destino». Aquél fue el término utilizado para describir los senderos orbitales. La órbita, eterna, inalterable, era el Destino de un planeta; y eso es lo que se le había concedido a Marduk, según el Enuma elish.

En cuanto uno se da cuenta de que éste es el significado y la trascendencia del término antiguo para designar las «órbitas», puede seguir los pasos a través de los cuales Marduk alcanzó el Destino. El término se utiliza, por primera vez en el texto, en relación con el principal satélite de Tiamat (que en el texto recibe el nombre de Kingu). Al principio es sólo uno de los once satélites (lunas) de Tiamat; pero cuando «crece en estatura», se convierte en el «jefe de su hueste».

 

Tiamat fue en otro tiempo el único planeta grande, además de consorte de Apsu (el Sol), pero Tiamat «se hizo altanera», y se molestó al ver a otros Dioses celestiales aparecer por parejas: Lahmu y Lahamu (Marte y Venus) entre ella y el Sol (donde hasta entonces sólo había estado el mensajero del Sol, Mummu/Mercurio), Kishar y Anshar (Júpiter y Saturno, éste último con su mensajero Gaga/ Plutón);y Anu y Nudimmud (Urano y Neptuno).

 

Tiamat y su grupo de lunas por una parte, y los nuevos planetas por la otra, en un Sistema Solar todavía inestable, comenzaron a invadirse mutuamente sus dominios. Los demás se llegaron a sentir especialmente preocupados cuando Tiamat le concedió «ilegalmente» a Kingu, su mayor satélite, el privilegio de tener su propia órbita (de convertirse en un planeta hecho y derecho):

Ella ha establecido una Asamblea... ha albergado a Dioses-monstruos; hasta once de esta especie ha adelantado.


De entre los Dioses que formaban su Asamblea ha elevado a Kingu, su primogénito, convirtiéndole en jefe entre los Dioses; Ella exaltó a Kingu, en su mitad le hizo grande...

Le dio una Tablilla de Destinos, se la sujetó sobre el pecho, [diciendo:] «¡Ahora, la orden nunca será alterada, el decreto será inalterable!»

Incapaces de resistir a la «terrible hueste» de Tiamat por sí solos, los Dioses celestiales vieron venir la salvación desde fuera del Sistema Solar. En los cielos primordiales sucedió como cuando fue creado El Adán, cuando hubo que enfrentarse a un callejón sin salida: fue Ea («Nudimmud», el «Creador Artificioso» en sumerio) el que trajo a la criatura salvadora. Siendo el planeta más exterior, frente a lo «Profundo» (el espacio exterior), atrajo a un extranjero, a un nuevo planeta que pasaba por las cercanías del Sistema Solar como consecuencia de una catástrofe, de un lejano accidente cósmico. El nuevo planeta era la consecuencia del Hado, y no orbitaba todavía a nuestro Sol: aún no tenía Destino.


En la Cámara de los Hados, el Salón de los Designios, Bel, el sapientísimo, el más sabio de los Dioses, fue engendrado; en el corazón de lo Profundo fue creado el Dios.

Merece la pena destacar que el planeta recién llegado, un Dios celestial, recibe el nombre de Bel, «El Señor», incluso en la versión babilónica; y en la versión asiría, la palabra «Bel» se sustituye por la palabra «Assur». En la versión babilónica (la más empleada normalmente en nuestros días) se repite, no obstante, la última línea, y en esta segunda interpretación lo hace así: «En el corazón del puro Profundo fue creado Marduk», el añadido de la palabra puro pretendía no dejar duda a la hora de explicar el origen del nombre MAR.DUK, «Hijo del Lugar Puro». (Esta doble interpretación es una de las pistas que descubren la falsificación).

Más allá de Ea (Neptuno), Anu (Urano) dio la bienvenida al invasor. La creciente fuerza gravitatoria hizo que del invasor brotaran cuatro lunas, al tiempo que la atracción le llevaba hacia el centro del Sistema Solar. Para cuando llegó junto a Anshar (Saturno), y brotaron tres lunas más, el invasor estaba ya inexorablemente cautivo en la red gravitatoria del Sol. Su rumbo se curvó hacia el interior , comenzando a formar un sendero orbital alrededor del Sol. ¡Es decir, el invasor estaba previendo un Destino para sí mismo!

En el momento Anshar/Saturno le «besó».

Los Dioses, sus antepasados, determinaron entonces el destino de Bel;

le pusieron en el sendero, el camino hacia el logro y la consecución.

Bel descubrió que el sendero que, de este modo, se le había decretado llevaba rumbo de colisión con Tiamat. Estaba dispuesto a aceptar el desafío, pero con una condición.

Convirtiéndose ahora en Marduk (tanto celestial como en la Tierra), le dijo a Anshar:

Señor de los Dioses, tú que determinas los destinos de los grandes Dioses: ¡Si yo he de ser tu Vengador, para vencer a Tiamat y salvar vuestras vidas, convoca a la Asamblea divina, proclama supremo mi Destino!

Los Dioses celestiales aceptaron las condiciones de Marduk. «Para Marduk, su Vengador, decretaron un destino», y ese Destino, esa órbita, «será inigualable». Entonces, le dijeron: ¡ve y mata a Tiamat!

La Batalla Celestial que vino a continuación se describe en la cuarta tablilla del Enuma elish. Llevando un rumbo de colisión inevitable, Marduk y Tiamat se lanzaron rayos, ardorosas llamas y redes gravitatorias entre sí, «sacudiéndose con furia». Durante la aproximación, en la que Tiamat se movía como todos los planetas, en dirección contraria a las manecillas del reloj, mientras Marduk seguía el curso de las manecillas, fue una de las lunas de Marduk la que golpeó primero a Tiamat; luego, otra y otra de sus lunas golpearon a Tiamat, «desgarrando sus entrañas, partiéndola». Un «rayo divino», un inmenso rayo eléctrico, salió después desde Marduk para penetrar en la fisura, y «el aliento vital de Tiamat se extinguió».

El intacto Marduk continuó su recorrido, hizo una órbita y volvió al lugar de la batalla. Esta vez fue él mismo el que golpeó a Tiamat con consecuencias trascendentales. A la mitad de Tiamat la hizo pedazos, hasta convertirlos en la Gran Banda (el Cinturón de Asteroides); la otra mitad, golpeada por una luna de Marduk llamada Viento Norte, fue desplazada hasta un nuevo lugar en los cielos, para terminar convirtiéndose, en una nueva órbita, en la Tierra. Su nombre sumerio, KI (del cual proviene el acadio/hebreo «Gei» y el griego «Gaia») significa «la hendida» .

Cuando las lunas de Tiamat se dispersaron (muchas cambiaron de dirección hasta tomar órbitas retrógradas, en el sentido de las manecillas del reloj), Marduk determinó el destino de la mayor de aquellas lunas, Kingu:

Él le quitó la Tablilla de los Destinos, que no era legítimamente de Kingu,la marcó con un selloy se la sujetó a su propio pecho.

Finalmente, Marduk había obtenido un Destino permanente, inalterable; un sendero orbital que, desde entonces, ha venido trayendo al antiguo invasor una y otra vez hasta el lugar de la Batalla Celestial donde una vez estuvo Kingu. Junto con Marduk, y contando a Kingu (nuestra Luna), pues ésta había tenido un destino, el Sol y su familia sumaban doce.
Proponemos que fue esta suma la que determinaba que fuera el doce el número celestial. De ahí, las doce estaciones («casas») del zodiaco, los doce meses del año, las doce horas dobles del ciclo día-noche, las doce tribus de Israel, los doce apóstoles de Jesús.

Los sumerios consideraban la morada (llamada «centro de culto» por la mayoría de los expertos) de Enlil como el Ombligo de la Tierra, un lugar desde el cual eran equidistantes otras localidades, el epicentro de unos emplazamientos ordenados de forma concéntrica por los Dioses. Aunque se la conoce más por su nombre acadio/semita de Nippur, su nombre sumerio era NIBRU.KI, «El Lugar del Cruce»,y representaba en la Tierra el Lugar Celestial del Cruce, el punto de la Batalla Celestial al cual Nibiru sigue volviendo cada 3.600 años.

Haciendo el papel de un Centro de Control de Misiones, Nippur fue el sitio del DUR.AN.KI, el «Enlace Cielo-Tierra», desde el cual se controlaban las operaciones espaciales de los Anunnaki, y con respecto al cual se mantenían y calculaban los mapas celestes y todas las fórmulas relativas a movimientos celestes de los miembros de nuestro Sistema Solar, así como el seguimiento del Tiempo Divino, el Tiempo Celeste y el Tiempo Terrestre y sus interrelaciones.

Este seguimiento de lo que se tenía por senderos orbitales inalterables se llevaba a cabo con la ayuda de las Tablillas de los Destinos. Podemos sospechar sus funciones, así como las de la cámara sagrada donde éstas zumbaban, leyendo lo que sucedió cuando se detuvo repentinamente su funcionamiento.

 

El texto sumerio en el que se habla de esto, bautizado por los traductores como El Mito de Zu, trata de la intriga del Dios Zu (descubrimientos posteriores revelaron su nombre completo, AN.ZU, «El Conocedor de los Cielos») para usurpar el Enlace Cielo-Tierra apoderándose de las Tablillas de los Destinos. Todo se detuvo; «el brillo resplandeciente desapareció; el silencio imperó»; y en los cielos, aquellos que tripulaban la lanzadera y la nave espacial, «los Igigi, en el espacio, estaban confundidos».

 

(El relato épico termina con la derrota de Zu a manos de Ninurta, el hijo de Enlil, la reinstalación de las Tablillas de los Destinos en el Duranki y la ejecución de Zu.)


La distinción entre un Destino inalterable y un Hado que se podía alterar o evitar quedó patente en un Himno a Enlil de dos partes en el que se describen sus poderes tanto para decretar Hados como para pronunciar Destinos:

Enlil:
en los cielos es el Príncipe,
en la Tierra es el Jefe.
Su mandato es de largo alcance,
su pronunciamiento es noble y sagrado;
el pastor Enlil decreta los Hados.


Enlil:
Su mandato en las alturas hace temblar los cielos,
abajo, hace que la Tierra se sacuda.
Pronuncia los destinos hasta el distante futuro,
sus decretos son inalterables.
Es el Señor que conoce el destino del País.

Los sumerios creían que los Destinos eran de naturaleza celestial. Aún siendo de tan alto rango como era Enlil, sus pronunciamientos de Destinos inalterables no venían como resultado de sus propias decisiones o planes. Él daba a conocer la información; él era el «señor que conoce el Destino del país», él era el «llamado digno de confianza»; no era un profeta humano, sino divino.

Esto era algo bastante diferente de los casos en los que, en consulta con los demás Dioses, Enlil decretaba los Hados. A veces, consultaba sólo con su visir de confianza, Nusku:

Cuando en su grandiosidad decreta los hados, su mandato, las palabras que hay en su propio corazón, a su exaltado visir, el chambelán Nusku, hace saber, a él le consulta.

En este himno, no sólo se representa a Nusku, el chambelán de Enlil, como participante en la decisión de Hados; también se incluye a la esposa de Enlil, Ninlil:

La madre Ninlil, la sagrada esposa, de palabras graciosas...La elocuente, cuyo discurso es elegante, se ha sentado a su lado...Ella habla elocuentemente contigo, susurra palabras a tu lado, decreta los hados.

Los súmenos creían que los Hados, se hacían, se decretaban y se alteraban en la Tierra; y a pesar de las palabras de adoración del himno o de una consulta mínima, parece que la determinación de Hados (entre los que se incluía el del mismo Enlil) se alcanzaba mediante un proceso que tenía mucho de democrático, que era muy parecido al de una monarquía constitucional. Los poderes de Enlil parecían provenir no sólo de arriba, de Anu y Nibiru, sino también de abajo, de una Asamblea de Dioses (una especie de parlamento o congreso). Las decisiones más importantes (decisiones de hados) se hacían en un Consejo de los Grandes Dioses, una especie de Gabinete de Ministros donde las discusiones se convertían a veces en debates y, con frecuencia, en acaloradas discusiones.

Las referencias al Consejo y a la Asamblea de los Anunnaki son numerosas. La creación de El Adán fue un tema discutido así; al igual que la decisión de barrer a la Humanidad de sobre la faz de la Tierra en el momento del Diluvio. Aquí se dice con toda claridad que «Enlil abrió la boca para hablar y dirigirse a la Asamblea de los Dioses». Enki se opuso a la sugerencia de aniquilar a la Humanidad y, al fracasar en su intención de convencer a los asambleados, «acabó harto de la reunión en la Asamblea de los Dioses». Más tarde, leemos que, cuando los Dioses estaban orbitando la Tierra en sus naves, observando el desastre de abajo, Ishtar se lamentaba por lo que veía y se preguntaba cómo podía haber votado por la aniquilación de la Humanidad: «¿Cómo pude, en la Asamblea de los Dioses, dar yo misma mal consejo?»

Y después del Diluvio, cuando los remanentes de la Humanidad comienzan a henchir la Tierra de nuevo y los Anunnaki comienzan a dar la civilización a la Humanidad e instituyen la Realeza como modo para tratar con las crecientes masas de humanos. Los grandes Anunnaki que decretan los Hados se sentaron para intercambiar consejos en lo referente al país.
Esta forma de determinar los Hados no se limitaba a los asuntos del Hombre; también se aplicaba a los asuntos de los mismos Dioses. Así, cuando Enlil, poco después de llegar a la Tierra, se encaprichó de una joven Anunnaki y mantuvo relaciones sexuales con ella a pesar de sus objeciones, el mismo Enlil fue sentenciado al destierro, en primer lugar, por «los cincuenta Dioses Superiores reunidos en asamblea», y luego por los «Dioses que decretan los Hados, los siete de ellos».

De este modo se confirmó, según la versión babilónica del Enuma elish, el Destino de Marduk para su supremacía en la Tierra (y en su homólogo celeste). En este texto, se describe a la Asamblea de los Dioses como una reunión de Dioses Superiores, provenientes de diversos lugares (y quizá no sólo de la Tierra, pues, además de Anunnaki, entre los delegados había también Igigi). El número de los reunidos era de cincuenta, un número que se corresponde con el rango numérico de Enlil. En los textos acadios, se les designa como Ilani rabuti sha mushimu shimati -«Superiores/Grandes Dioses que determinan los Hados».

Al contar cómo se reunieron estos Dioses Superiores para proclamar la supremacía de Marduk, el Enuma elish pinta una escena de camaradería, de amigos que no se han visto durante bastante tiempo. Llegaron a un Lugar de Asamblea especial;

«se besaron unos a otros... Hubo conversación; se sentaron para el banquete; comieron pan festivo, bebieron vino de primera calidad».

Y después, la camaradería se hizo solemne cuando los «Siete Dioses del Destino» entraron en el Salón de la Asamblea y se sentaron para dar inicio a los asuntos a tratar.

Por motivos no explicados, se puso a prueba a Marduk en cuanto a sus poderes mágicos. Los Anunnaki reunidos dijeron, muéstranos cómo «puedes ordenar destruir, así como ordenar crear».

Formaron un círculo y «pusieron en él imágenes de las constelaciones». El término, Lamashu, identifica indudablemente a los símbolos/imágenes del zodiaco. «¡Abre la boca -le dijeron-, que se desvanezcan las imágenes! ¡Habla de nuevo, y que reaparezcan las constelaciones!»

Instado a ello, Marduk realizó el milagro:

El habló, y las constelaciones se desvanecieron; él habló de nuevo, y las imágenes se restablecieron. Cuando los Dioses, sus mayores, vieron el poder de su pronunciamiento, se regocijaron y proclamaron:

«¡Marduk es supremo!»
«Le entregaron el cetro, el trono y la túnica real», una túnica resplandeciente, como muestran las representaciones babilónicas.

«Desde este día -anunciaron-, tus decretos no tendrán rival, tu mandato como el de Anu... Nadie entre los Dioses transgredirá tus límite»

Mientras el texto babilónico sugiere que la supremacía de Marduk fue puesta a prueba, confirmada y pronunciada en una sola sesión, otros textos relativos al proceso de toma de decisiones sugieren que la escena de la Asamblea en la cual participaron los cincuenta Dioses Superiores fue seguida por otra escena diferente de una reunión de los Siete Grandes Dioses Que Juzgan; y, después, el verdadero pronunciamiento de la decisión, del Hado o del Destino, lo llevó a cabo Enlil en consulta con o después del visto bueno de Anu.

 

De hecho, incluso los seguidores de Marduk reconocían la necesidad de este procedimiento paso a paso y el pronunciamiento final de Enlil en nombre de Anu. Hammurabi, el famoso rey babilónico, en el preámbulo de su famoso código legal, exaltaba la supremacía de su Dios Marduk con estas palabras:

El noble Anu, Señor de los Dioses que del cielo a la Tierra vinieron, y Enlil, Señor del cielo y la Tierra que determina los destinos del país, determinó para Marduk, el primogénito de Enki, la funciones-Enlil sobre toda la humanidad.

Los textos babilónicos afirman que esta transferencia de la autoridad de Enlil a Marduk se ejecutó y vino simbolizada por la concesión a Marduk de los cincuenta nombres. El último y el más importante de los nombres-poder que se le otorgaron fue el de Nibiru, el nombre del planeta al cual los babilonios rebautizaron como Marduk.

Las asambleas de los Dioses se convocaban en ocasiones no para proclamar nuevos Hados, sino para cerciorarse de lo que se había determinado tiempo atrás, en las Tablillas de los Destinos.

Los relatos bíblicos no sólo reflejan la costumbre real de plasmarlo todo por escrito en un pergamino o en una tablilla y sellar después el documento como evidencia a preservar; esta costumbre se atribuía a los Dioses (e indudablemente se aprendió de ellos). La cumbre de estas referencias se encuentra en el Cántico de Moisés, su testamento y profecía antes de morir. Ensalzando al todopoderoso Yahveh y su capacidad para proclamar y prever los Destinos, Moisés cita al Señor, que dice del futuro:

He aquí: Hay un secreto oculto en mí, guardado y sellado entre mis tesoros.

Los textos hititas descubiertos en la biblioteca real de su capital, Hattusa, contienen relatos de conflictos entre los Dioses que, ciertamente, sirvieron de fuentes próximas para los mitos griegos. En esos textos, los nombres de los Dioses de Antaño se dan como se habían conocido desde tiempos sumerios (como Anu, Enlil y Enki); o en hitita, para los Dioses conocidos del panteón sumerio (como Teshub, «El que Sopla el Viento», en lugar de Ishkur/Adad); o, a veces, para los Dioses cuya identidad resulta un tanto oscura. Hay dos cantos épicos relacionados con unos Dioses llamados Kumarbis e Illuyankas.

 

En el primer caso, Teshub exigía que las Tablillas del Hado («las viejas tablillas con las palabras del Hado») se recobraran de la morada de Enki en el sureste de África y se llevaran a la Asamblea de los Dioses. En el otro, tras el conflicto y la competencia, los Dioses se reunían en la Asamblea para establecer orden y rangos, un orden y unos rangos que se representaron gráficamente en las paredes de roca del santuario sagrado conocido hoy como Yazilikaya.

Pero, sin duda, una de las Asambleas de los Dioses más trascendentales, prolongadas, amargas y literalmente fatídicas fue aquella en la que se decidió aprobar el uso de armas nucleares para volatilizar el espaciopuerto de la península del Sinaí. Empleando principalmente un largo y detallado registro conocido como La Epopeya de Erra, hemos reconstruido el desarrollo de los acontecimientos, hemos identificado a protagonistas y antagonistas y hemos transcrito casi palabra por palabra (en La guerra de los Dioses y los hombres) las actas de la Asamblea. El resultado no intencionado de todo esto, como ya se ha mencionado, fue la desaparición de Sumer y el fin de la vida en sus ciudades.

Este suceso es también uno de los ejemplos más claros, aunque trágico, de cómo se pudieron entretejer Hado y Destino.
En Sumer, el golpe más duro se lo llevó su gloriosa capital, Ur, sede y centro de un Dios muy amado por el pueblo, Nannar/Sin (el Dios Luna) y de su esposa, Ningal.

 

Los textos de lamentaciones (Lamentación sobre la destrucción de Sumer y Ur, Lamentación sobre la destrucción de Ur) cuentan que, cuando se percataron de que el Viento Maligno que portaba la nube mortífera se dirigía hacia Sumer, Nannar/Sin acudió a su padre, Enlil, suplicándole ayuda, algún milagro divino que evitara la calamidad de Ur.

«¿No resultaba inconcebible -le preguntó a su padre-, ver cómo el orgullo de Ur, una ciudad renombrada por todo el orbe, perecía?»

Apeló a Anu: «Pronuncia, “¡Es suficiente!”»

Apeló a Enlil: «¡Pronuncia un Hado favorable!»

Pero Enlil no veía el modo de impedir el inminente final.

Desesperado, Nannar/Sin insistió en que los Dioses se reunieran en Asamblea. Cuando los Anunnaki superiores se sentaron, Nannar/Sin miró suplicante a Anu, a Enlil.

«Que no sea destruida mi ciudad, les dije -escribió Nannar/Sin posteriormente-. ¡Que no perezca el pueblo!»

Pero la respuesta, dada por Enlil, fue dura y decisiva:

A Ur se le concedió la Realeza; no se le concedió un reinado eterno.

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